Nina giró la manivela, y comprobó que la puerta estaba abierta. Pasó; se encontró en un pequeño salón de caravana color beige, con mantas de color burdeos cubriendo los asientos a modo de tapicería, y tazas usadas por todas partes. Sentado a la mesa, delante de un periódico, estaba Ray, que la contempló como quien ve una aparición.
—¿Qué te ha pasado? —exclamó, echándose a reír.
—He tenido un pequeño accidente —carraspeó Nina, preguntándose si las manchas de lodo en sus mejillas disimularían que se había puesto completamente roja—. ¿Puedo lavarme la cara?
Ray señaló hacia uno de los lados, hacia la puerta que llevaba a un minúsculo baño.
—Por supuesto —dijo—. Y sécate; hay toallas en el casillero encima del lavabo.
Nina se lavó la cara, se alisó un poco el pelo, y trató de secarse y de quitarse cuantas manchas de barro le fue posible. Cuando volvió a salir, aunque seguía hecha un desastre, ya parecía otra vez una persona.
—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar Ray, acercándole una silla.
Nina dudó por un momento si decir la verdad o no, porque al fin y al cabo había hecho un ridículo espantoso; pero terminó por contarle que se había encontrado la cancela cerrada, y su ingeniosa idea de entrar haciendo equilibrios sobre la baranda del río. Ray estalló en carcajadas, y no dejó de reírse hasta un buen rato después.
—Pero ¿por qué no has quitado la cadena? —quiso saber—. Solo la han puesto porque no paraba de pasar gente que no debía entrar aquí, pero es fácil de quitar y poner.