—Dos capuchinos, por favor —pidió ella. La camarera tomó nota y se marchó—. ¿Espero que te guste el café capuchino?
—Si a ti te gustó la pizza de Tony Altoviti, supongo que a mí puede gustarme cualquier cosa —se rió Ray—. ¿Vives por aquí cerca?
Ella asintió.
—Justo en el centro, ¿eh? —carraspeó él—. Como corresponde a una auténtica señorita.
—No empecemos otra vez —sonrió ella.
Trajeron los cafés. Ambos se dedicaron por un momento a degustar la nata.
—¿A qué se dedicaba tu familia? —preguntó Ray.
—Lo principal es una empresa de distribución, y una inmobiliaria —explicó Nina—. Es lo que más dinero da. Luego hay otras cosas, pero… menos importantes.
—Suena a que son una especie de magnates —Ray dio un sorbo a su taza, y se le quedó un bigote de nata.
—No, no es para tanto —le quitó importancia Nina, y con una risa en los labios le entregó una servilleta—. Ten, límpiate ahí.
—Ooops —exclamó Ray—. Tengo que tener más cuidado, o todo el mundo aquí notará que soy un artistucho de tres al cuarto… y me echarán a patadas. Al menos debí haberme puesto la ropa que habías planchado.
—Hablas como si fueses un estafador que está exponiendo en alguna galería de arte internacional —sugirió ella, detectando su tono burlón.
—Bueno. Bueno —dijo él—. Quizás podría serlo. ¿Cuánto ganaría estafando a una galería de arte internacional?