—Lo siento —dijo—. Debería… supongo que debería habérselo dicho hace ya tiempo.
—No creo —contestó él, que no se sentía ofendido en lo más mínimo—. Por lo que me imagino de tus padres, no pienso que la idea vaya a hacerles mucha gracia.
—Pero, Ray —insistió ella—. Me siento mal por ello… es como si me avergonzase de ti, y no es así. —exhaló un suspiro, y tomó una decisión—. Ahora, cuando vengan, se lo diré.
Ray frunció el ceño.
—¿Estás segura? —dijo—. Puedo salir a la calle a dar una vuelta. No tienen por qué saber qué estoy aquí.
—Ray, eso estaría mal —contestó ella—. No puedo permitirlo.
—También puedo esconderme debajo de la cama —sugirió él—. Sinceramente, hay algo en todo esto que me da mala espina.
—¿Qué te da mala espina? Solo son mis padres.
—Discúlpame —dijo él, aún con el ceño fruncido—, pero creo que debajo de la cama estaré bien.
Ella lo miró con estupor.
—Lo mejor será que no les digas nada antes de tantear un poco el asunto —afirmó él—. Nina, lo último que quiero es crear problemas.
—¿En serio piensas esconderte debajo de la cama cuando vengan mis padres? —exclamó ella.
Pero no hubo manera de convencerlo de lo contrario. Cuando llamaron a la puerta, Ray desapareció en el dormitorio, y Nina no pudo menos que imaginar que efectivamente se había escondido debajo de la cama.
—Hola, mamá. Hola, papá —los saludó, dándole un beso a cada uno. Ellos hicieron lo mismo, y después de que les hubo ofrecido un café (lo cual, como Jean ya había señalado, hacía siempre con todos los visitantes), se sentaron todos a la mesa, en una pequeña estampa de reunión familiar.