El trapecista salió un momento después.
—Lo siento —dijo—. Menudo es. Él puede hacer lo que quiera, y los demás…
—Por favor, no se preocupe —contestó ella—. No pasa nada. Uhm… —dudó— ¿quizás… le apetezca salir un rato esta tarde?
—Tengo otra función a las siete —se disculpó él, contrariado.
—Oh —suspiró ella—. Lo siento, no lo sabía. Debe de ser agotador.
—No, en absoluto —negó él, y un momento después añadió—. Aunque no me vendría mal un café.
—Iré a buscarle uno —se ofreció Nina.
—No se preocupe —dijo Ray—. Ya voy yo.
—¿Vestido así? —señaló ella—. ¿Y con el frío que hace? No, no, yo iré. No es problema.
—Es muy amable por su parte —se resignó él.
—¿Café con leche? —preguntó ella, yendo hacia la entrada.
—Por favor —asintió él.
Nina salió del recinto y fue hasta la cafetería más cercana. Al cabo de un rato volvió transportando una taza caliente de café con leche; encontró a Ray donde lo había dejado, en un extremo de la pista, observando ensoñado los trapecios que colgaban de la carpa.
—Aquí tiene —le entregó la taza. Ray la tomó y sonrió.
—Gracias —dijo—. ¿Qué le debo?
—No me debe usted nada —Nina sacudió la cabeza.
—No diga tonterías. ¿Cuánto ha sido?
—No ha sido nada —repitió Nina—. Y no insista más, o yo tendré que insistir en pagarle la entrada.
Eso calló a Ray, que se llevó la taza a los labios y volvió a perderse en sus pensamientos, mirando al techo. Con la escasa iluminación que había en la carpa, y el color azul de esta, los trapecios y demás cuerdas que colgaban de ella tenían un aspecto sobrenatural.
—¿Qué se siente? —preguntó Nina—. Al subirse ahí, quiero decir.