—Nada —dijo Ray.
—¿Nada? —se extrañó ella.
El joven hizo un gesto de disgusto.
—Antes de empezar, nervios —aclaró—. Pero, una vez en el aire, nada en especial. Uno está demasiado concentrado como para preocuparse mucho por ninguna cosa.
—Qué extraño —comentó ella—. Si yo tuviese que subir ahí, me moriría de miedo.
—No creo —aseguró él—. Las primeras veces sí, tal vez. Pero, cuando llevase diez años haciéndolo, no le daría a usted más miedo que el que le da transportar un café caliente.
—¿Lleva diez años trabajando en esto? —preguntó Nina—. ¿Qué edad tiene?
—Justos —Ray dio un sorbo a su café—. Empecé con quince, y tengo veinticinco. —se volvió para mirarla, con aire sarcástico—. Y ahora le preguntaría qué edad tiene usted, pero supongo que me contestaría que tiene dieciséis. ¿No es eso lo que hacen las mujeres?
—Tengo veintitrés —protestó Nina, airada—, y sería bastante exagerado tratar de pretender que tengo dieciséis.
—Me alegro —Ray soltó una carcajada.
—¿De qué?
—De que no tenga dieciséis —el joven le guiñó un ojo. Nina no supo si sentirse ofendida o no, así que lo dejó estar.
—¿Cómo puede haber empezado a actuar con quince años? —quiso saber—. ¿No es eso ilegal? A esa edad debería estar todavía en el colegio.
Ray volvió a mirarla con sarcasmo.
—En realidad, empecé un poco antes —dijo—, pero al trapecio no me subí definitivamente hasta los quince.
—¡Con lo peligroso que tiene que ser subirse a un trapecio! —siguió ella—. ¿Qué pasa si se cae?
—Bueno —él se encogió de hombros—, puede ser problemático, sí.
—Se mata, seguro —dijo ella.