—Si le sirve de consuelo, también tengo afición por Hugo y Dumas —rió Nina—. ¿Es eso suficientemente romántico para usted?
Ray tuvo que darse por satisfecho, y continuaron comiendo en silencio por un momento. Entonces, volvió a hablar:
—Y dígame… ¿cómo es posible que una joven hermosa y bien educada como usted, que tendrá pretendientes por centenares, está aún soltera?
—Es… algo difícil de explicar —confesó Nina—. Tuve una relación un tanto tormentosa hace unos años… con un compañero de la universidad; y desde entonces he preferido tomarme las cosas con algo de calma.
—Entiendo. Perdone la indiscreción.
—No se preocupe. Pero, ¿qué hay de usted? —Nina lo taladró con la mirada—. Un joven apuesto y agradable como usted tendrá sin duda éxito con las mujeres. ¿Deja una novia en cada ciudad?
Ray la miró horrorizado, y Nina se imaginó que no andaba muy lejos de la verdad.
—Por supuesto que no —negó él, atropelladamente—. ¿Cómo puede pensar una cosa así?
Nina rió.
—Tengo que decirle —añadió— que, pese a este riesgo recién descubierto de que resulte usted un casanova consumado, me lo estoy pasando muy bien.
Ray contestó con una sonrisa, y, apoyando el codo en la mesa, alzó la mano. Comenzó a mover los dedos, con el aire de un prestidigitador, y un momento después había aparecido en su mano una rosa roja.
—Lo mismo digo, señorita —dijo, entregándole la flor a Nina.
—¿Cómo ha hecho eso? —quiso saber ella, boquiabierta.
—¡Ja! —rió él—. A veces, uno aprende algunas cosas del sorprendente Rupertini.
La joven examinó la flor. Tenía cortadas las espinas del tallo, y estaba un poco aplastada, pero por lo demás era una flor de verdad.