Por fortuna, la orilla del río estaba completamente enlodada, y a pesar de que Nina soltó un pequeño grito y cayó como un saco de patatas, no se hizo ningún daño serio. En la caída soltó el paraguas, que acabó tirado a varios metros; perdió el sombrero; y se golpeó el trasero y acabó tumbada sobre el barro, lo que la hirió más en su orgullo que en otra cosa.
—Y, señoras y señores… la magnífica artista Nina Mercier se precipita contra la red de seguridad —farfulló con sarcasmo, mientras comprobaba que no se había roto nada, y se ponía en pie. Recogió su sombrero y su paraguas, y, aunque renqueando un poco, se puso a buscar una forma de volver a subir al solar desde la orilla del río. La encontró enseguida: a pocos metros había una escalinata, también de piedra y llena de moho, que llevaba desde el solar al riachuelo y viceversa.
—Podría haber bajado al río, y subido por aquí —refunfuñó Nina, que ahora que se había caído ya no encontraba su aventuresca ocurrencia tan divertida. Sin embargo, tampoco sabía dónde podía haber otra escalera como aquella para bajar al arroyo, y quizás estaba bastante lejos; así que había sido un golpe de suerte que hubiese una justo allí.
Subió los pocos escalones, y llegó por fin al recinto de las autocaravanas. Miró su propio atuendo: había conseguido llenarse de barro de los pies a la cabeza, y tenía un aspecto bastante grotesco, por no hablar de que hacía frío. Por un momento, pensó en volver por donde había venido e ir a casa a cambiarse; pero estaba un poco lejos, y tendría que coger el metro. Esa idea no le hizo mucha gracia, y al cabo de un momento, mal que le pesara a su vanidad, le pareció todavía más descabellada que la de dejar que Ray la viera con aquellas pintas. Así que, sobreponiéndose a las sonadas protestas de su sentido del ridículo, se acercó a la puerta de la caravana de este, y llamó.
—Pase —escuchó una voz, dentro.