Cuando la pausa terminó, entraron los animales. No eran animales muy exóticos ni muy bien entrenados, pero había un perrito muy gracioso vestido con un tutú que saltaba dentro de un barreño.
—¡Y ahora, nuestra gran sensación —gritó el jefe de pista—: el gran ilusionista, el sorprendente mago Rupertini!
Rupertini salió a la pista, vestido con una levita de color púrpura brillante y un sombrero a juego; se quitó el sombrero para saludar al público, se lo volvió a poner, se lo volvió a quitar, y en ese momento una paloma blanca salió volando de él. El público aplaudió. Entonces apareció por la entrada «Rayo» Ray empujando un carrito cargado de material, del que sacó una serie de aros que le fue lanzando al mago uno a uno. Rupertini los atrapó todos, los juntó, y cuando los separó, se pudo ver que los aros estaban unidos entre sí como una cadena.
—¿Cómo lo hace? —escuchó Nina preguntar a la señorita Géroux.
—Es muy simple —comenzó a pavonearse Jean, explicando sus teorías de cómo todo aquello funcionaba. Nina, que sabía que probablemente su primo se estaba inventando todo lo que decía con el único fin de impresionar a su cita, dejó de prestarle atención y se concentró en el sorprendente mago Rupertini. Lo siguiente que hizo fue romper y recomponer un periódico; después hizo levitar una bola, sacó monedas de las orejas de varios espectadores, y derramó sobre estos una profusión de naipes y otros abalorios.
—Ahora —dijo entonces—, ¡necesitaría un voluntario! ¿Quién se ofrece?
Como nadie se ofreció, el sorprendente Rupertini se giró lentamente mientras señalaba con el dedo al público de la primera fila. Para gran sorpresa de Nina, su dedo se detuvo finalmente sobre ella.
—¡Esta señorita! —anunció—. Si es usted tan amable, señorita…