—Lo mejor será que cuando lleguemos empieces a bailar sobre la mesa —sugirió ella—. Así, el listón quedará tan bajo que cualquier cosa que hagas solo podrá mejorarlo, y ya no tendrás que preocuparte de nada.
Los dos estallaron en risas. En cuanto Ray estuvo listo, embutido en aquel incómodo esmóquin, Nina comenzó a prepararse; y, entre vestirse, peinarse y maquillarse, tardó una infinidad.
—Niiina —él terminó por aporrear la puerta del baño, harto ya de dar vueltas por el salón y de sentarse y volver a levantarse del sofá—. Vamos a llegar tarde.
—Ya llegamos tarde —contestó ella, saliendo del baño mientras terminaba de ponerse los pendientes—, pero no pasa nada.
Se había puesto un traje de noche de color verde, anudado en la espalda y con una falda con mucho vuelo. Además, se había recogido el cabello, dejando solo un par de tirabuzones sueltos que le enmarcaban la cara. Ray la contempló por un momento con mal disimulada admiración.
—Ejem —se recompuso, un momento después; y, con una mirada pícara, le dirigió un silbido de albañil.
—Eres un petardo —se rió ella, dándole un manotazo de mentira—. Petardo.
—Recuerda que estás vestida de señorita y no puedes usar esa clase de palabras —carraspeó él—. ¿Estás lista?
Ella asintió. Él le ofreció el brazo.
—Pues vámonos, hermosa dama —dijo, en tono burlón, y la condujo fuera del piso; de hecho, casi la arrastró, y ella tuvo que tirar de él un momento para poder coger el bolso y las llaves. En el rellano, en cuanto la puerta estuvo cerrada, Ray agarró a Nina por la cintura y la tomó en volandas, y así empezó a bajarla por las escaleras.
—Pero ¿qué haces? —exclamó ella, sobresaltada.