—Estaba dando una vuelta, admirando la casa —explicó la señorita Géroux—, cuando me encontré con este pobrecito.
Diciendo esto, señaló a través de la ventana: un gato, una hermosa bola de pelo blanca, maullaba desgarradoramente sobre el tejado de la torre.
—¡Pobre animal! —se lamentó la señorita Géroux—. Debe de haber llegado ahí de alguna manera, y ahora no puede bajar. ¡Pobrecito!, ¡está tan asustado! Jean, tenemos que hacer algo.
Ray se tapó la boca para no reírse. Nina le dirigió una mirada de censura, mientras Jean, con cara de circunstancias, se asomaba a la ventana.
Aunque el tejado de la torrecilla quedaba al mismo nivel que el ventanal, estaba demasiado lejos para saltar. Había, sin embargo, un estrecho listón metálico que conectaba la pared del edificio con la torre; pero era realmente estrecho, y aquel segundo piso estaba muy alto. Jean suspiró.
—Está demasiado lejos, Annabelle —dijo—. No podemos ir ahora a por el pobre bicho.
—Pero… —sollozó la señorita Géroux, haciendo un puchero.
—Tendremos que llamar a los bomberos —sugirió Jean—. Pero no ahora, con todos los invitados. Al gato no le pasará nada por estar ahí un rato más, y quizás hasta consiga bajar por sí solo.
—Pero ¡el pobre animal! —completó la señorita Géroux—. ¿Y si se cae? ¡No quiero ni pensarlo!
Y rompió a llorar. Jean puso cara de tonto; a Nina hasta le dio algo de pena. En ese instante, se percató de que Ray la miraba con una sonrisa extraña, como si le pidiera permiso para algo.
—Ray… —dijo, sin comprender. Pero él pareció interpretar eso como un asentimiento.