18
Orosc Vlendgeron estaba a mitad de una de sus «audiencias»; en realidad, había pasado media mañana reunido con Beredik la Sin Ojos, intentando sonsacarle predicciones que establecieran una línea temporal futura clara y fiable (sin mucho éxito, no tanto porque Beredik la Sin Ojos no cooperase mucho con sus profecías confusas al más puro estilo oracular, sino también porque sus poderes eran realmente un poco… imprecisos), cuando el fontanero del fuerte había irrumpido en su sala del trono, quejándose amargamente del estado de las tuberías en todo el edificio. Y tenía razón; las instalaciones de Kil-Kyron estaban todas viejas a más no poder, pero arreglarlas empezaba a ser complicado, y cambiarlas era casi imposible. Orosc Vlendgeron escuchó a Cirr, el fontanero, rajar durante quince minutos; usualmente era una persona razonable, y hacía bien su trabajo, pero de vez en cuando había que aguantarle salidas así.
—Cirr, por todos los diablos —terminó por estallar, no obstante, el supremo comandante del Mal—, ¡estoy en medio de algo importante!
En ese momento, Beredik la Sin Ojos se sobresaltó.
—¡Orosc! —exclamó, agarrándose a la mano del Gran Emperador—. ¡Orosc! ¡Los guardias! ¡No deben abrir la puerta!
Orosc la miró a ella y después a la puerta, que el fontanero había dejado abierta tras entrar.
—Pero si ya está… —comenzó, señalándola.
—¡Esa puerta no! —chilló Beredik—. ¡La puerta del fuerte! ¡No! ¡No deben abrirla! ¡Noooooooo! —gritó agónicamente. Orosc y Cirr la miraron un tanto desconcertados, pero ella se hizo una bola y empezó a gemir y sollozar.
—¡Guardias! —bramó Orosc, levantándose de un salto y acercándose a la puerta. Un guardia despistado asomó la cabeza—. ¡Vaya a ver inmediatamente qué está ocurriendo en la puerta del fuerte!
—Sí señor —contestó el guardia, y salió corriendo. Orosc se volvió de nuevo hacia el interior de la sala del trono, solo para descubrir que Beredik había desaparecido como por arte de magia. Solo quedaba el fontanero, que se rascaba la cabeza en el centro de la habitación.
—Qué cosas, ¿eh, jefe? —dijo, un tanto incómodo.
—¿Dónde ha ido la Sin Ojos? —preguntó Orosc, un tanto molesto por todo aquello. La sala del trono no tenía más que una entrada, y, en cualquier caso, solo había desviado la mirada unos segundos.
—¿La Sin Ojos? —Cirr se dio la vuelta para mirar al lugar donde un momento antes estaba sentada Beredik—. ¡Anda! ¿Dónde ha ido la Sin Ojos?
—¡Beredik! —llamó Orosc—. Beredik, ¿dónde te has metido? Cirr, ¿no has visto nada?
—No estaba mirando, jefe. Pero o se ha tirado por la ventana, o ha salido por la puerta, o se ha volatilizado, y no ha salido por la puerta porque estábamos atentos los dos.
Este razonamiento tenía su lógica, así que el fontanero y el señor del Mal fueron a asomarse por los dos grandes ventanales que tenía la sala del trono. Por suerte, no vieron a ninguna vidente espachurrada contra el suelo bajo ninguno de ellos. En ese momento, volvió el guardia.
—¡Señor! —se anunció, con la lengua fuera.
—¿Sí? —Orosc se volvió hacia él, ansioso de enterarse de qué andaba tan mal abajo. Ya se ocuparía después de la desaparición de Beredik.
—Un joven ha llamado a las puertas del fuerte. La guardia le ha dejado entrar, porque pedía hablar con usted, y…
—¡Que no lo dejen subir aquí arriba! —exclamó Orosc, furibundo. Lo último que necesitaba, además de la falta de provisiones, las tuberías que no funcionaban y las videntes que se sublimaban en aire, era que intentasen asesinarle en su propio salón del trono.
—Bueno, es que de hecho… —empezó el guardia, aún sin aliento. Pero no pudo terminar; un apuesto joven, que andaba con garbo y elegancia, se introdujo en la sala sin esperar a que nadie le franqueara la entrada. A pesar de que había subido a la vez que el guardia, que estaba sin resuello, no parecía alterado en absoluto. Se plantó en mitad del salón y paseó la mirada entre Orosc y Cirr, muy seguro de sí mismo.