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El joven estabilizó como pudo el rascacielos de cajas, y hurgó por un momento en un frasco de cristal que tenía detrás. Sacó un cacho de una plasta amarillenta y maloliente, que lanzó en dirección a Pati Zanzorn.
—Gracias, Lusis —dijo este, y se lo metió en la boca y comenzó a mascar.
—¿Qué es eso? —preguntó Ícaro Xerxes.
—Grrrmpfa mm mafffmr rrmpfofimma —contestó Zanzorn. Escupió la goma y, moldeándola con la mano, la introdujo en uno de los huecos que había entre los palillos de la estructura.
—Uno… dos… —empezó a contar el hombre.
—¡Al suelo! —gritó la mujer. Ícaro Xerxes, con sus incomparables reflejos, se tiró al suelo inmediatamente; Orosc primero miró a su alrededor como un tonto, sin entender qué ocurría.
—¡Al suelo! ¡Cuidado! —gritó Pati Zanzorn, agachándose también.
Pero era demasiado tarde; la plasta gomosa explotó con un fuerte «plof», llenándolo todo de humo y lanzando palillos como proyectiles a los cuatro rincones de la habitación.
—Qué… —exclamó Vlendgeron, que seguía en pie, y al que no le había pasado nada, a pesar de que durante un momento había visto su vida pasar ante sus ojos—. ¡ZANZORN!
—¿Os encontráis bien? —carraspeó el jefe de inteligencia, levantándose. Ícaro Xerxes se incorporó también; y, en ese momento, la torre de palillos, que pese al agujero en su costado aún no había sucumbido, se hundió espectacularmente y con gran estrépito.
—¡Bien! —exclamó la mujer—. ¡Hemos encontrado un nuevo punto débil!
—¡Apuntad: segunda planta, ala norte! —gritó Zanzorn, olvidando rápidamente todo lo demás. El hombre se abalanzó sobre un bloc de notas que había colgado en la pared, y comenzó a escribir furiosamente.
Vlendgeron se rascó la cabeza, se sacudió un par de palillos del pelo, y contempló los restos de la torre.
—¡ZANZORN! —volvió a bramar. Pati Zanzorn se encogió momentáneamente—. ¿Qué te crees que estás haciendo?