El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 85

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Beredik la Sin Ojos compuso una expresión de gatita ronroneante. La satisfacía mucho el saber cosas que los demás no sabían y revelarlas teatralmente, razón principal por la que el oficio de pitonisa le venía como anillo al dedo.

—¡Solo son indestructibles mientras tengan sus poderes! —declamó—. ¡Y eso es lo que los Neutrales están a punto de remediar!

El toldo-paracaídas, mientras tanto, ya estaba tan perfectamente tenso y cargado que a Cori Malroves empezaba a parecerle que emitía chispas por su cuenta, lo que la hizo retroceder un par de pasos y arrastrar a Adda con ella por la manga, como precaución por si a aquello le daba por explotar. El hombre de la corbata roja, que contemplaba su obra con ojo crítico, pareció decidir que estaba terminada; e hizo una nueva señal a sus hombres.

—¡Atención! —gritó—. ¡Entramos en fase crítica! ¡Palancas de seguridad!

Se oyó un «¡chac!» cuando todos los trajeados bajaron a la vez otra de las palancas de sus rifles.

—¡Mantened la posición! —voceó entonces el jefe— ¡Ignición en tres… dos… uno…!

Antes de que Orosc Vlendgeron pudiera oír al tipo aquel chillar «cero», el toldo se iluminó de repente en un estallido de luz. Todos los espectadores tuvieron que apartar la vista, además de clavar firmemente los pies en el suelo, porque a la vez se había levantado un viento tremendo que se dirigía hacia donde estaban Ícaro Xerxes y Marinina.

Vlendgeron, aunque deslumbrado, se obligó un instante después a volver a mirar hacia el toldo. Brillaba tanto que parecía una bombilla; y no solo eso, sino que empezaban a rodearlo llamaradas de colores fantásticos, que surgían y se consumían y volvían a surgir creando fantásticas formas.

—¡Beredik! —gritó, alarmado—. ¡Ese cacharro está ardiendo!

—¡No, no! —gritó a su vez la Sin Ojos, aunque esta vez con algo de inseguridad en la voz; y no explicó nada más.

Sin embargo, en cuanto los ojos de Orosc se hubieron acostumbrado un poco a aquella fabulosa luminosidad, vio que algo más estaba ocurriendo. De Marinina y de Ícaro Xerxes surgía un chorro de las mismas llamas coloridas que rodeaban el paracaídas, y que era absorbido con un zumbido por el centro de este. Los trajeados, aún en sus posiciones y haciendo buen uso de sus gafas de sol, se aferraban fuertemente a sus rifles, que se tambaleaban de vez en cuando y amenazaban con arrancarse del suelo y salir volando hacia arriba.

Mirando a su alrededor, Vlendgeron comprobó sorprendido que la parte de los ejércitos malignos y benignos que aún seguía bajo el influjo de Marinina y de Ícaro Xerxes parecía despertar lentamente de su letargo. Medio minuto después, solo los más cercanos al epicentro (los líderes del Bien y los generales malignos) permanecían hipnotizados, mientras todas las demás tropas habían vuelto ya en sí, y después de recibir un susto de muerte se habían echado hacia atrás para alejarse de aquella fuente de fuego multicolor, casi provocando una estampida. Sin embargo, como la retaguardia había tenido más tiempo para alejarse, el desorden de la retirada no pasó de límites aceptables, y pronto todos los soldados del Mal y los milicianos del Bien estuvieron a salvo en las colinas bajas de Kil-Kanan o en las protuberancias del valle de Valleamor.

—¡Retirémonos! —vociferó Vlendgeron, dándose cuenta de que ahora ellos se encontraban entre los que quedaban más cerca del fenómeno, con la excepción de la compañía de Sanvinto y de los estúpidos generales malignos. Pero la suerte de sus generales le importaba bien poco (el Gran Emperador ya había decidido que, si alguno de ellos sobrevivía a aquella experiencia, lo degradaría a comida de caimán), así que tampoco le remordía la conciencia por abandonarlos en medio de lo que parecía ya una tormenta de llamas.

Sin embargo, ni siquiera habían llegado a darle la vuelta a sus monturas (y eso que estas estaban más que ansiosas por darse la vuelta y salir huyendo de allí) cuando el espectáculo terminó. El chorro procedente de Ícaro y Maricrís se apagó de repente; el toldo siguió brillando unos segundos más, antes de extinguirse también; y entonces los dos causantes de aquella catástrofe, Marinina e Ícaro Xerxes, cayeron y se dieron de bruces con el suelo como si se hubieran muerto de repente.

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