«¿Me habrán drogado?», se preguntó, confuso. Sus alrededores no parecían la clase de lugar amenazante en la que los científicos locos de las holofilmaciones se dedicaban a retener y a drogar a gente. (La vivienda de Manni y el doctor Agarandino, por su parte, sí que tenía más aspecto de ello.) Continuó sentado en el borde de la cama durante unos momentos, cavilando, cuando de repente se escuchó un pitido procedente del cuarto de al lado.
—¡El horno! —escuchó la voz de Mendolina Rodríguez, a la vez que una sucesión de pasos apresurados que se acercaban por delante de su puerta y luego volvían a alejarse—. ¡Se me quema el pastel de coliflor!
Godorik se frotó los ojos, soñoliento. Recordó que había ido a visitar a Nicodémaco Gidolet, solo para encontrar una vivienda vacía y un extraño mensaje sobre no-sé-qué iniciativa; que después había bajado hasta el nivel 25, se había encontrado con aquellos dos muchachos, Edri y Ran; que después habían empezado a aparecer hombres armados por todas partes, y luego una ancianita con un quad, y que se habían subido al quad y un cyborg había intentado asaltarles y… ya no se acordaba de mucho más.
—¡No, no se ha quemado! —volvió a escuchar la voz de Mendolina—. ¡Edri, querida! Prueba mi pastel de coliflor.
En cualquier caso, parecía que ahora estaba en casa de aquella anciana tan extrema, o al menos en su compañía. Godorik se dijo que eso de despertarse en casa de algún chiflado extravagante empezaba a parecer una costumbre; pero no supo qué conclusión extraer de ello. Apoyó el codo en la cabecera de la cama, y estuvo a punto de quedarse dormido allí sentado; pero alguien llamó a la puerta, y lo despertó de nuevo.