Godorik alzó una ceja.
—Bueno, usted sabe más de ordenadores que yo, doctor —concedió—. Pero ¿qué es lo que iba a decir?
—¡Ah, sí! Que si hubiese sido cualquier otra cosa que no fuese un ordenador supercomplicado, a todos nos habría parecido muy sospechoso. Como si la Computadora hubiera caído bajo la influencia de algo o alguien.
—Pero no se lo pareció.
—No; es algo impensable. Pero ¿y si eso fue lo que ocurrió?
—Acaba usted de decir que es impensable.
—Quizás no sea tan impensable. Al fin y al cabo, la Computadora es un engendro mecánico increíblemente complicado y con una capacidad de autodiagnóstico y autoregeneración desmesurada; pero ¿qué impide que se pueda crear un virus igualmente complicado? La mera existencia de la Computadora es un argumento a favor de la posibilidad de crear algoritmos tan complejos que puedan contrarrestar a la Computadora.
—¿Cree usted que sería posible?
—¿Por qué no? Obviamente, sería muy complicado… no creo que una persona sola, y sin asistencia de una máquina casi tan sofisticada como la Computadora en sí, pudiera hacerlo. Pero, si se tratase de toda una organización…
—Ahora está usted delirando, doctor —bufó Godorik—. Precisamente para evitar esa clase de situaciones es por lo que la Computadora ilegaliza a sus oponentes.
—Sí; una medida totalitaria e injustificable… —gruñó Agarandino—. Pero ni siquiera la Computadora es infalible.
Eso dejó a Godorik reflexionando. A pesar de que no quería convertirse en un conspiracionista, le parecía que algo allí tenía sentido; que si empezaba a atar cabos llegaría a alguna conclusión. Pero estaba muy cansado, y las ideas y los conceptos danzaban por su mente como bailarines hiperactivos. No era el momento de seguir intentando poner en claro aquel misterio.
Se levantó con un gruñido, y anunció que se iba a dormir.