—Pensaba que nunca lo preguntaría —se echó a reír Ciforentes—. Estamos haciendo todo lo que podemos para llegar hasta nuestro hombre. Hemos conseguido averiguar ya dónde está su base y su laboratorio, y hasta hemos logrado hacernos con un par de tarjetas de acceso.
—¿Y qué hay allí en su «base» y su «laboratorio»?
Ciforentes no notó el sarcasmo; al contrario, siguió adelante a toda vela:
—Todavía no hemos podido entrar. Verá, tristemente no estamos tan fuera del radar de Gidolet como usted parece creer… de hecho, nuestros compañeros, de cuyo asesinato usted parece haber sido testigo, fueron asaltados seguramente en un intento por recuperar las tarjetas. Gidolet debe de estar bastante desesperado, y pese a todos nuestros esfuerzos puede averiguar fácilmente quiénes somos algunos de nosotros. —volvió la vista hacia Garvelto—. Isebio, tú estás en peligro especial… Si Gidolet ya sabe que ese local te pertenece, y no me cabe duda de que lo sabe…
En ese momento intervino la mujer que se había quedado tras la reunión, y que acababa de cambiar unas palabras con Nermis.
—¿Qué pasó con ellos? —quiso saber—. Mi Ansermio, ¿estaba allí?
Godorik no sabía quién era el tal Ansermio, pero se lo podía imaginar.
—Lo siento mucho, señora —dijo—. Cuando yo llegué, los tres estaban muertos. Después de eso, los matones tiraron los cadáveres al Hoyo…
La señora irrumpió en un nuevo ataque de llanto, y dejó de escuchar.
—Asuntina, tranquila, tranquila —intentó consolarla Nermis, con poco éxito.
—Si de verdad están en el Hoyo, es imposible que sigan con vida —se lamentó Ciforentes—. Asuntina, lo siento, pero…