—¡Manos arriba! —gritó una voz aguda y estridente. Godorik se sobresaltó, y miró hacia el lugar del que venía; un hombre gordo, con un bigote poblado, lo apuntaba desde la puerta del pasillo con lo que parecía una pistola.
Godorik paseó la mirada de la cabeza a los pies del hombre, que estaba en pijama, y al que, a pesar de que trataba de componer una expresión fiera, le temblequeaban las rodillas. No; ahora que lo veía en persona, no le resultaba parecido al tipo que había visto en el patio de la oficina de patentes. Exhaló un suspiro, y se levantó.
—¡He dicho manos arriba! —repitió Severi Gidolet, soltando un gallo.
—Cálmese, hombre —dijo Godorik, con tono conciliador, y volvió a dejar los papeles sobre la estantería.
—¡Manos arriba, o disparo! —contestó a eso el hombre una vez más. Parecía a punto de que le diera un infarto—. He dicho…
—Oiga, eso no es una pistola de verdad —observó Godorik, que había intervenido en los informes de la patente del artefacto que Gidolet sostenía en ese momento… que no era una pistola, sino una linterna con forma de pistola—. Déjese de tonterías. ¿Es usted el señor Severi Gidolet?
Viéndose descubierto, el señor Severi Gidolet pareció derrumbarse.
—Sí —dijo, y se dejó caer sobre un sillón—. ¿Es usted de la compañía Mobilis? ¡Estoy perdido! Veo que ya ha encontrado los documentos —gimió, lastimeramente.
—¿Compañía Mobilis? —se preguntó Godorik, extrañado—. No, yo…
—¡Le juro que yo no quería hacerlo! —se lamentó Severi Gidolet—. ¡No me descubra! ¡Arruinará mi vida! —gritó, desesperado—. ¿Qué es usted? ¿Un mercenario? ¿Cuánto le pagan ellos? ¡Le pagaré el doble, se lo prometo!