—¿Qué te pasa? ¿Estás herido? —se extrañó Agarandino, mientras Godorik se dejaba caer sobre el sofá y reclinaba la cabeza contra el respaldo.
—No, creo que no —respondió. Pero Agarandino y Manni se cruzaron de brazos y lo miraron con expresión pensativa.
—Manni, ve a por el equipo de diagnóstico, y a por el polímetro robótico —pidió el doctor—. Vamos a ver qué le pasa ahora a este loco.
Manni pitó, y se levantó.
—¿Yo soy el loco? —se quejó Godorik.
—Por supuesto —asintió Agarandino.
Godorik frunció el ceño. Manni volvió un instante después llevando varios cacharros, que el doctor empezó a enchufar y encender. Después, pasó uno de ellos, que parecía un teléfono de ducha, por encima de la cabeza de su paciente.
—¿Se puede saber qué hace? —se quejó este.
—Calla, calla —respondió Agarandino, levantándose las gafas y acercándose la pantalla a los ojos, para poder ver algo—. Te estoy diagnosticando. ¡Uh! Tienes una falta de vitaminas impresionante.
—Por mi comida no será —protestó Manni preventivamente, antes de que nadie le dijera nada.
—Bueno, bueno. En cualquier caso, no te vendrían mal unos suplementos —carraspeó el doctor—. Pero lo que de verdad te pasa es que estás agotado. ¡No me extraña, todo el día corriendo de un lado a otro! ¿No sabes que hay que descansar, dormir ocho horas al día, y beber mucha agua?
—¿Eso es todo lo que le dice su cacharro? —se burló Godorik—. Eso podría habérselo dicho yo también. Estoy mareado, y no tengo más que ganas de acostarme.
—Pues acuéstate, hombre —exclamó Agarandino—, y a la ciudad, que le den. Esa es una valiosa lección que aprendí yo hace tiempo…