—Sí… eso ya no suena tan bien —gruñó Godorik—. ¿Y qué pasó?
—Hubo una cierta movilización ciudadana —tosió Agarandino—, por parte de los que, al contrario que el grueso de los borregos que viven bajo el yugo de la Computadora, nos preocupábamos por esos asuntos. Hubo algunos desperfectos… y algunas detenciones… pero, en fin, al final, aunque los altos mandatarios del consejo votaron a favor, la Computadora decidió en el último momento vetar la iniciativa.
—Oh, sí, recuerdo esos disturbios —rememoró Godorik—. ¿¡Usted era uno de esos chiflados!?
—¡Chiflados! —se ofendió el doctor—. ¡Chiflados! ¡Nosotros éramos los que velábamos por el interés de la gente!
—Sí, pero tengo entendido que llegaron a incendiar un nivel —lo acusó su interlocutor.
—¡Eso fue un accidente!
—¡Menudo accidente! Y después se dijo que detrás de ello había varias organizaciones anticomputadora, y me parece que la mayoría fueron ilegalizadas.
—Sí, pero nosotros no, nosotros no —Agarandino negó con la cabeza—. En aquel entonces, nosotros aún no éramos una organización anticomputadora.
—¿Quién es ese «nosotros»? —le picó a Godorik la curiosidad.
Agarandino carraspeó.
—Nosotros, los Peteneras Rojas —y alzó el puño como si amenazara al techo—. ¡La única organización que cuidaba de los intereses humano-robóticos en esta ciudad!
—¿Peteneras Rojas? —Godorik tuvo que morderse el labio para no reírse—. ¿Y, con ese nombre, me dice que no eran una organización subversiva?
—Hoy en día a cualquier cosa lo llamáis organización subversiva —se quejó Agarandino—. ¡Malditos siervos de la Computadora! Nosotros solo luchábamos por el bien, y la verdad, y la justicia.