—¡Lo siento, jefe! —repitió este—. ¡Suéltame! ¡Ay!
—Cuando me digas qué pasa aquí, y qué hace esa droga en esos cubos —contestó Godorik.
Keriv intentó soltarse por un momento más, y después pareció resignarse a su suerte.
—¡Yo no quería hacerlo, jefe! —lloriqueó—. Pero ellos insistieron… las bandas dan mucho miedo… y en fin, hacía falta dinero y…
—¿Tú también estás metido en una banda? —se asombró Godorik—. Pero ¿qué pasa de repente con el mundo?
—¡No, no! ¡Yo no soy de ninguna banda! —protestó el conserje—. Ellos solo se acercaron a mí y me dijeron… yo en un principio no quería hacerlo, jefe, pero es que tenían razón, era el plan perfecto…
—Ve por partes. ¿Quiénes son ellos?
—¡Ay! ¡Me estás haciendo daño!
Godorik resopló, disgustado, y soltó por fin a Keriv. Este se apartó de un salto y se pegó contra la pared, sujetándose la cabeza con las manos. La linterna (es decir, el teledatáfono) había rodado por el suelo, y ahora ambos volvían a estar a oscuras. Por un momento, Godorik, cada vez más paranoide, dudó entre ir a cogerla o no, preguntándose si Keriv aprovecharía la oportunidad para atacarle otra vez.
—¿Podemos encender las luces? —preguntó al fin—. ¿O hay un contingente entero de policía rodeando el edificio, listo para atacar en cuanto vean moverse una mosca aquí dentro?
—¿Qué? —se sobresaltó Keriv—. ¿Está la policía fuera?
—Eso es lo que te estoy preguntando.
—¡No, no! No que yo sepa. Podemos encender la luz del cuarto de los trastos… esa no se ve desde fuera, y la lámpara está trucada para no comunicar al servicio central cuándo está encendida…
Diciendo eso, Keriv se acercó torpemente al cuarto de los trastos, y le dio al interruptor. Una luz amarillenta salió por la puerta, permitiéndoles por fin ver con algo de nitidez.