—Ya está —dijo Keriv, que había terminado de colocar el último de los cubos, y ahora contemplaba su obra con satisfacción—. Vámonos, jefe.
Godorik echó una ojeada a la estantería; en ella reinaba el desorden más absoluto, como de costumbre. Keriv se tomaba tan pocas molestias en ordenar sus cosas (y por eso media oficina no dejaba de quejarse de él) que nadie se habría imaginado que tenía algo que ocultar dentro de ellas. Quizás esas eran las ventajas de ser un inepto.
—Vamos —gruñó Godorik.
Avanzaron por el corredor. El ordenador general estaba en un cuarto que comunicaba con el despacho del jefe de planta, pero al que se podía entrar también desde el pasillo. Esta última puerta estaba cerrada; pero, en cuanto se acercaron, Godorik notó algo extraño.
—Hay luz en el cuarto del ordenador —musitó, fijándose en la brillante rendija bajo la puerta.
—El jefe de planta se habrá dejado encendidas también las luces, otra vez —refunfuñó Keriv—. Siempre igual. Y luego dicen que yo…
Godorik, aunque un poco escamado, alargó la mano y giró el pomo. Abrió la puerta con cuidado… y se llevó el segundo susto de la noche: sentado frente al ordenador general, de espaldas a ellos, se encontraba encorvado sobre el teclado un hombre despeinado y balbuceante.
—¡Aaaaah! —soltó un chillido Keriv, antes de que Godorik pudiera detenerlo—. ¡El jefe de planta!
El hombre frente al ordenador, que en principio no se había dado cuenta de que se había abierto la puerta, dio un bote sobre su silla. Como una bola de pelos que se deshace y se convierte en un gato, se enderezó y se dio la vuelta, y se transformó, efectivamente, en el alto, apuesto y eternamente desaliñado joven que Godorik recordaba como el jefe de planta.