—Eso ha sido fácil —gruñó para sí, tomando nota mental de que tenía que decirle a Mariana que tomase más precauciones, para que no pudiese entrar cualquiera en su piso. Se sacudió un poco la suciedad de la calle, y abrió la puerta del baño. Nada más dar un paso fuera de este, sintió la boca de una pistola en la nuca.
—¡Alto ahí! —oyó la voz de Mariana—. ¡Manos arriba!
—Mariana, soy yo —dijo Godorik, levantando, no obstante, las manos por si acaso. Por suerte, un segundo después el cañón se había retirado.
—Ah, tú —contestó con un suspiro Mariana, que estaba en bata y parecía montar guardia junto a la puerta de su propio baño—. No me has dicho que venías; ¿es que quieres que te pegue un tiro?
—Bueno, no esperaba que lo hicieras. ¿Qué te ha entrado?
—¿Que qué me ha entrado a mí? ¿Crees que puedes colarte en mi cuarto de baño, así sin más, haciendo ruido y todo, y que yo voy a quedarme tan tranquila y ver quién viene a visitarme?
—Qué paranoide te has vuelto —comentó Godorik, y ambos se abrazaron.
—Tengo razones para ello —gruñó Mariana, un instante después—. Godorik, la ciudad está cada vez más rara. Algo está pasando.
—A mí me lo dices.
—¿Qué haces aquí?
—Escucha, Mariana… ¿Te acuerdas del día que me dispararon?
—Claro que me acuerdo: me acuerdo de que escuchamos un ruido, te pusiste chulo y te largaste, y no volví a saber de ti hasta que seguí tu localizador. Estaba preocupada, ¿sabes?
Todo esto lo dijo Mariana con un cierto retintín. Godorik se encogió de hombros y se lo sacudió de encima.
—Ese ruido que oímos fueron disparos. Le habían disparado a… creo que eran tres personas; cuando yo llegué ya estaban muertos.
—Sí, me contaste eso.
—¿Qué sabes de ello?