—¿Es eso verdad?
Godorik exhaló un suspiro, y se eximió a sí mismo de contestar.
—Respóndeme —dijo, en su lugar—. ¿Qué crees que estás haciendo?
—Lo que estemos haciendo aquí no es cosa tuya —le espetó el jefe, sacándose una pistola del bolsillo con la mano no-telescópica y apuntando a Godorik.
—Guárdate eso —alcanzó a decir este, antes de que el hombre disparara. Con un movimiento brusco, se apartó a medias de la trayectoria de la bala; esta golpeó en uno de sus costados metálicos, rebotó, y fue a incrustarse en una de las esquinas de la habitación.
A la vez que el jefe intentaba por un segundo aclararse qué acababa de pasar, Godorik recuperó el equilibrio y se abalanzó hacia delante. Consiguió agarrar la pistola antes de que el otro se echase hacia atrás, y tras un forcejeo de medio segundo el arma se les escapó a ambos de las manos y cayó al suelo. El jefe intentó entonces alcanzar la cara de Godorik con su brazo telescópico, pero este fue lo suficientemente hábil para esquivarlo, y de un salto salió de lo que calculaba que era su radio de alcance.
Para entonces, el resto de miembros de la banda presentes estaban poniéndose las pilas.
—¡Pero no lo dejéis que ataque al jefe! —había gritado alguien, después de que la mayor parte de ellos hubieran pasado unos momentos en estupefacta inacción.
—¡Esperad! —intervino entonces el tal Coroles.
El jefe emitió un gruñido.
—El tipo es bueno —le espetó Coroles—. ¿Es que tienes miedo de enfrentarte a él?
—¡Yo no tengo miedo a nada!
—¡Pues entonces cárgatelo! ¡Venga! ¿No estabas diciéndome que eras tú el jefe de los Beligerantes?