Miró a su alrededor. No había mucha luz, excepto la que entraba por la ventana; pero sus ojos ya se habían acostumbrado. Estaba en una habitación amplia y modernamente amueblada, con varios sofás en el centro y una serie de cómodas y estanterías en las paredes, que servían de apoyo a más piezas decorativas con aspecto caro que a cosas útiles. En definitiva, una sala de estar sin excesiva personalidad; pero si pertenecía a un informático, como en teoría era el señor Severi Gidolet, era difícil de decir.
Godorik se movió por la habitación, buscando algo que pudiera delatar la identidad de su dueño. No solo no encontró nada que probase que allí podía o no vivir un tal señor Gidolet, sino que terminó pensando que, si su objetivo era encontrar algo relacionado con las actividades ilegales que quería investigar, se iba a quedar con un palmo de narices. Pero bueno, también podía ser que se hubiese confundido de piso, y que aquello perteneciese a otra persona, con lo cual todavía era pronto para desanimarse. Godorik bufó, preguntándose qué hacer; se sintió un poco perdido durante unos segundos, hasta que identificó lo que parecía ser la puerta del apartamento. Se preguntó si abrirla haría saltar las alarmas, pero luego se dijo que la probabilidad de que esto ocurriera abriéndola desde dentro era mínima. Se acercó, descorrió el cerrojo, y abrió la puerta cuidadosamente; no pasó nada. Asomó la cabeza al rellano que había al otro lado y miró a ambos lados de la puerta. A uno de ellos, sobre un timbre neoclásico con forma de robot anticuado, se leía el letrero Severi Gidolet.
—A veces no sé si el universo me odia o si tengo una suerte increíble —murmuró Godorik, para sí.
Volvió a entrar, y cerró la puerta. Después revisó con mucho más cuidado aquel salón; encontró algunas cosas un poco extrañas, incluyendo una cajetilla metálica con tabaco de contrabando y una serie de documentos escondidos detrás de unos libros, de forma que estuvieran ocultos a la vista; pero nada que delatase al dueño de aquel lugar como un terrorista. Incluso aquellos documentos no eran más que una sucesión de números y códigos con aspecto de jerga electrónica; Godorik, que sabía de informática lo justo que había necesitado para aprobar el examen de la oposición, se sentó un momento en el suelo y los leyó por encima, por si acaso contenían alguna información relevante. Iba ya por la mitad del taco de papeles, cuando de repente se encendió la luz.