—¡Cálmese! —repitió Godorik, enérgico—. No tengo ni idea de lo que está usted hablando. No soy de ninguna compañía, ni nadie me paga, ni sé qué es… esto —echó otro vistazo a los papeles. El señor Gidolet dejó de gemir, sorprendido.
—¿No es usted de Mobilis? —reiteró.
—Ya le he dicho que no —contestó Godorik, irritado.
—Entonces —quiso saber Gidolet, muy desconcertado—, ¿qué hace usted en mi casa?
—Le seré sincero —dijo Godorik—: ¿tiene usted algo que ver con un complot para convertir a toda la ciudad en «cyborgs descerebrados»?
—¿Qué? —se extrañó Gidolet.
—¿Qué son estos papeles? —preguntó entonces Godorik, levantando de nuevo el taco de documentos.
—Nada —aseguró Gidolet, un poco tarde—. Nada de nada.
Godorik volvió a ojearlos por encima. Seguía sin entender ni una sola de aquellas ristras de números, pero la actitud de Severi Gidolet las hacían muy sospechosas. No obstante, hizo mal en levantar la vista de su interlocutor; este, tan desesperado como parecía, saltó inmediatamente del sillón donde se había hundido y se abalanzó sobre Godorik, tirándolo al suelo bajo el peso de sus muchos kilos.
Sin embargo, Godorik tenía más fuerza que un ser humano normal, y tras un instante de desconcierto consiguió empujarlo hacia un lado y quitárselo de encima. Forcejearon por un momento, con Severi Gidolet intentando por todos los medios arrancarle aquellos papeles de las manos, mientras Godorik trataba de librarse de él; pero no pasaron ni unos segundos antes de que este último se impusiera y lograra zafarse. Saltó hacia atrás, con los zarandeados documentos en una mano, y cogió con la otra una bola de mármol decorativa que había sobre una mesilla. En cuanto hizo el gesto de lanzársela a Gidolet, este se acobardó, y cubriéndose con ambos brazos dio un par de pasos hacia atrás.