—¿Que qué? —se sorprendió el hombre, dejando de lloriquear por un breve instante. Godorik bufó, por fin completamente convencido de que todo aquello no tenía ninguna relación con él ni con sus asuntos. Lanzó el taco de papeles sobre un mueble, dejó la bola de nuevo sobre la mesilla, se dio la vuelta y se encaminó hacia la ventana por la que había entrado.
—¿Qué hace usted? —se extrañó Gidolet, que no entendía nada—. ¿Es que no va a denunciarme, arrestarme, asesinarme o por lo menos llevarse las pruebas?
—No —contestó Godorik, preparándose para salir—. Que tenga usted una buena noche.
—¿De qué va esto? —quiso saber Severi Gidolet, muy confundido.
—De nada de lo que tenga que preocuparse —afirmó Godorik, y echó una ojeada al agujero del vidrio—. Ejem, disculpe que haya roto su ventana y registrado su casa. Ha sido por una buena causa, se lo aseguro.
Gidolet entrecerró los ojos, y pareció caer en la cuenta de algo.
—¿Es usted un ladrón vulgar y corriente? —se ofuscó—. ¿No un mercenario a sueldo o un agente de la Computadora?
—Soy un investigador independiente que está intentando evitar un desastre a nivel metropolitano —respondió a eso Godorik—. ¿Le importa que use la puerta?
—¡Voy a llamar a la policía! —exclamó Gidolet.
—Entonces, nada —se despidió Godorik, y abrió la ventana y salió. Dio unos pasos por el alféizar, miró hacia abajo, y saltó hacia el suelo sin pensárselo dos veces. Severi Gidolet se asomó medio segundo después; aún no las tenía todas consigo.
—¡Vuelva aquí! —gritó, agitando el puño en dirección a su objetivo, que ya huía calle abajo—. ¡Vuelva aquí! ¡Detengan a ese hombre!
Pero no había mucha gente cerca que pudiera hacer caso a eso. Godorik pasó varias manzanas antes de encontrarse con uno de los serenos, que al oír el griterío se había acercado; pero el pobre hombre ni siquiera se enteró de lo que ocurría antes de que Godorik lo alcanzara y pasara corriendo a toda velocidad.