Godorik volvió a abrir los ojos después de haber soñado con un extraño bloque de tres pisos, en el que los ascensores paraban siempre en lugares aleatorios, y todo el mundo en el segundo piso se asomaba por las ventanas y saludaba a la calle. Inmerso todavía en esa dinámica, no se dio cuenta al principio de dónde estaba, y tardó medio minuto en conseguir separar el sueño de la realidad.
—¿Dónde estoy? —farfulló, mirando a su alrededor. Se encontraba tumbado en una cama en un dormitorio de paredes grisáceas, según la moda de décadas atrás, y una ventana redonda enmarcada por cortinas de flores igualmente anticuadas. Las sábanas estaban igualmente plagadas de dibujos de florecillas y pájaros cantarines; y los únicos muebles en la habitación aparte de la cama eran un armario y una cómoda cubierta por marcos electrónicos que iban mostrando diversas fotos de niños jugando, celebrando su cumpleaños y presentándose a su primer Examen de Conocimiento Computacional.
Como estaba solo en la habitación, nadie le respondió. Godorik se incorporó un poco en la cama, y la cabeza le dio vueltas. Eso le trajo malos recuerdos; la última vez que se había despertado en esa clase de circunstancias, la mitad de él había sido sustituida por piezas metálicas. Albergando de repente la peregrina idea de que ahora podían haber sustituido también lo que aún quedaba de él, se llevó las manos a la cara; pero, para su gran alivio, esta seguía siendo de carne y hueso.
Una vez tranquilizado respecto a este punto, se sentó sobre la cama. Se sentía cansado, y no le apetecía nada moverse; al contrario, lo único que quería era volver a tumbarse y dormir la mona durante una semana.