—¡Mariana! —repitió Godorik, dando un paso adelante. Ella dejó de apuntar ni siquiera inconcretamente, y corrió hacia él. Los dos se abrazaron por un instante, hasta que Godorik, que no las tenía todas consigo, la soltó bruscamente y preguntó—. ¡¿Cómo me has encontrado?!
—Uhm… por el pin de tu teledatáfono —titubeó ella, señalando la especie de pinza que se utilizaba para sujetar el teledatáfono al cinturón, y que todavía seguía sujeto a la vestimenta de Godorik—. Mucha gente cree que el localizador está en el aparato en sí, pero en realidad está en el broche.
Godorik bajó la mirada hasta la pinza, que estaba a uno de sus costados, y la contempló con horror. Un momento después, se la quitó, pasó al lado de Mariana, salió de la habitación, se asomó por la barandilla… y lanzó el broche al vacío del Hoyo.
—¡Pero qué haces! —se extrañó Mariana.
—No puedo creer que no supieras eso —dijo Agarandino, tras soltar una carcajada—. ¿Quién es esta señora?
—Soy Mariana Pafel —se presentó Mariana—. ¿Y quién es usted?
—Es mi novia —aclaró Godorik—. Mariana, estos son Manx y el doctor Agarandino. Me han salvado la vida.
Mariana frunció el ceño y le dirigió a Godorik una mirada preocupada.
—Sabía que estabas metido en algún asunto raro —dijo—. ¿Qué ha pasado?
El doctor los invitó a sentarse de nuevo. Manni, que si hubiera sido humano habría sido un adicto al té, fue a hacer más té. Mientras tanto, Godorik narró su extraña aventura.
—Pero eso es horrible —exclamó Mariana cuando terminó.
—No deberías haber venido, Mariana —dijo él—. Es peligroso. Lo mejor será que vuelvas a la ciudad, y si la policía te pregunta algo, lo que seguramente harán, diles que te peleaste conmigo hace unos días, que no sabes nada, y que no quieres saber nada.