Unas pocas calles más allá, se encontró con un espectáculo lamentable. Apostado en la esquina, espió el callejón del que venían los ruidos; en el suelo, frente a una tienda con la persiana aún entreabierta, yacían los cadáveres, o lo que parecían los cadáveres, de dos hombres bastante gordos, y un joven. La acera estaba manchada de sangre, que relucía tenuemente a la luz de las farolas. La vista de Godorik pasó de los cadáveres a los charcos de sangre, y de ahí… a los dos hombres con escopeta que apuntaban aún a los cuerpos inertes que acababan de abatir.
Por suerte, ellos no le vieron a él. Se esforzó en distinguir lo que hablaban, mientras ellos registraban los bolsillos de sus víctimas.
—No está aquí —siseó uno, frustrado, tras revisar la faltriquera del hombre más gordo—. ¡No está aquí! Gidolet no estará contento.
Gidolet… Godorik frunció el ceño. Era el mismo nombre que había oído aquella mañana. Podía ser una coincidencia, pero…
—Tranquilo —dijo el otro—. Ya encontraremos esa organización, y tarde o temprano morirán todos. Gidolet no podrá quejarse.
—Podrá quejarse si el trabajo no está hecho a tiempo para completar su plan —objetó el primero—. Si estos bastardos siguen empeñados en ofrecer la verdad al gran público, la gente podría empezar a escucharles. Y entonces no confiarán en los implantes, y todo el plan se irá al carajo.
—Si quieres mi opinión —repuso el segundo, terminando de registrar los otros dos cuerpos—, Gidolet no está haciendo todo esto con cabeza. Si yo fuera él…
—Pero tú no eres él, así que cállate —lo interrumpió el primero—, y acaba de una vez. Tenemos más trabajo que hacer esta noche. Y si Gidolet quiere convertir a toda la ciudad en cyborgs descerebrados, que lo haga; nosotros estaremos lejos para entonces.