Capítulo X
Ese día empezaban por fin las ya tan esperadas conferencias internacionales. Eduardo Pravano dio un magnífico y muy aburrido discurso inaugural, y el duque Onerspiquer hizo otro tanto; y después le tocó el turno a varios otros ministros y embajadores, que fueron un poco menos magníficos pero por desgracia no menos aburridos. Hacia media mañana, la mitad del auditorio estaba ya dormida o a punto de dormirse; los insignes barones y marqueses daban cabezadas, y hasta a los organizadores se los podía atrapar de vez en cuando mirando por la ventana con expresión ausente.
El único que parecía estar bien entretenido era el conde Federico Nor, que estaba sentado en la penúltima fila garabateando cosas sobre un papel; y este interés se debía más que nada a que no estaba escuchando apenas una palabra de lo que se decía en las conferencias, que no le interesaba en absoluto. No, el conde Nor estaba allí con un solo objetivo: el de acabar con la vida del príncipe heredero, el hijo mayor del rey Alfonso Pravano.
El conde Nor tenía ciertos problemas con la monarquía; o quizás sería mejor decir que tenía ciertos problemas personales con el rey. Este conde era un personaje no muy luminoso, al que nadie que lo conociera en profundidad apreciaba demasiado; y sin embargo, años atrás había sido un personaje ilustre en la corte real, y se había codeado con los más altos cargos y con los propios monarcas. Había gozado de muchas dignidades e influencias, pero él mismo se había labrado el camino al infortunio con su participación en numerosos asuntos de honorabilidad dudosa, incluido un duelo de honor que había terminado por hacerlo caer en desgracia ante los egregios cortesanos. El conde Nor había entonces hecho todo lo posible por recuperar su reputación; y al cabo de un tiempo había conseguido limpiar ligeramente su nombre. Llegó a aspirar otra vez a ser nombrado general del ejército, una distinción que lo habría restablecido con todo su honor y privilegios ante la alta sociedad; pero ese nombramiento dependía del rey Alfonso XI, que ya por ese entonces, a pesar de que aún era bastante más joven y alocado (casi tan joven y alocado como ahora su hijo Carlos), no tenía al conde Nor en muy alta estima. Alfonso le había denegado esa posición, esgrimiendo argumentos de poco peso que no ocultaban el disgusto que sentía hacia la persona del conde; y este había visto, también por otros motivos pero principalmente debido a esto, cómo sus esperanzas de recuperar su posición se esfumaban frente a sus ojos. Había acabado recluyéndose en sus dominios, no muy lejos de Navaseca, y llevaba años rumiando su rencor y fantaseando con vengarse del rey Alfonso, al que echaba la culpa de todas sus desgracias.
Y ahora, la oportunidad parecía presentársele en bandeja de plata. El imbécil de Onerspiquer había organizado unas conferencias con una seguridad más que deficiente, y el hijo mayor de Alfonso se encontraba allí, ajeno a cualquier animadversión que los invitados pudieran sentir hacia él. ¡Qué gran golpe sería para el anciano monarca perder a su heredero, y más aún, según los rumores, el único de sus hijos que servía para algo! ¡Qué desastre, quizás, también para el reino! Al conde Nor no le importaba; la dinastía Pravano no le gustaba, y no le importaría ver cómo caía y se extinguía. Por su parte, había planeado su actuación de forma que no levantaría sospechas en torno a su persona, y así esperaba lograr llevar a cabo sus funestas intenciones sin sufrir ninguna consecuencia.
El día de las inauguraciones, el conde Nor permaneció en el palacio de congresos hasta altas horas de la tarde, hasta que prácticamente todos los asistentes y también sus Altezas Reales se hubieron marchado ya. Al día siguiente, sin embargo, se fue un poco más temprano; y al salir del palacio de congresos se dirigió a los bajos fondos de la ciudad, a una taberna en concreto que ya conocía.
Pidió algo de beber y se sentó junto a la ventana. No tardó en llamar su atención un grupo de jóvenes estudiantes, que, todos a la misma mesa, juraban y bebían y gritaban obscenidades. Uno de ellos, especialmente ruidoso, golpeaba la mesa con su cerveza y hacía comentarios burlones sobre el Estado en general, y la corona en particular; y los otros parecían seguirle.
El conde Nor se acercó a ellos, y, como sabía tratar con la gente y cuando quería podía resultar muy agradable, se hizo rápidamente un hueco en su compañía. Estuvo conversando con el que llevaba la voz cantante, que se llamaba Andrés Salazar, y era un estudiante de Derecho pobre como una rata y antimonárquico a más no poder.
—Ah, sí, la arrogancia de la corona es tremenda —entró en su juego el conde—. ¿Y qué hay de todo ese derroche de dinero y recursos, que podrían dedicarse a asuntos más útiles?
—Exactamente —se acaloró Salazar—. Como esa nueva ley que pretende aumentar la recaudación… y ¿a dónde va después toda esa recaudación, digo yo? ¿Eh? ¿Lo sabe usted?
—Sí, o estas conferencias internacionales que se están celebrando ahora en la ciudad —siguió Nor, ignorándole—. ¡Qué cosa más absurda! Un gasto enorme para organizarlas y traer aquí a todos esos peces gordos de dentro y de fuera, y luego ¿para qué? ¿Qué va a salir de ello? Yo se lo diré: nada, porque no van a tratar temas importantes… todo lo que se va a decir allí es pura tontería…
—Es una vergüenza —sentenció Salazar, dando un puñetazo sobre la mesa.
—Lo es —coincidió el conde, dando un sorbo a su bebida; y luego añadió, como si se le acabara de ocurrir—. ¿Y si pudiésemos darles un buen susto a todos esos aristócratas que viven en sus torres de cristal?
—¿Cómo? —se extrañó Salazar.
—Podríamos gastarles una broma —sugirió el conde—. Algo que les llamase a la realidad, y demostrase a todos esos príncipes y ministros y embajadores que no están tan lejos de morder el polvo como se imaginan.
—Eso sería hilarante —se rió Salazar, que ya estaba ligeramente borracho—. Pero ¿cómo lo haríamos?
—Se me ocurre una cosa —el conde Nor alzó un dedo; el resto de los jóvenes se inclinaron hacia delante para prestarle atención—: un aviso de bomba.
—¡Un aviso de bomba! —exclamó uno, asustado.
—No sé yo si… —dudó Salazar.
—No me refiero, por supuesto, a poner una bomba de verdad —aclaró Nor—. No hay que ir tan lejos; al fin y al cabo, solo queremos gastar una broma. Me refiero a dar un aviso falso, y dejar que las conferencias se revolucionen. Será divertido ver a los conferenciantes salir huyendo del palacio de congresos como una estampida de cucarachas.
Salazar, y varios otros, estallaron en carcajadas.
—¡Esa es una gran idea! —exclamó uno de ellos—. Sería desternillante.
—¡Tenemos que hacerlo! —rugió Salazar—. Eso les enseñaría a no creerse tan importantes.
Nor sonrió, y pareció un gran gato ronroneante y satisfecho.
—Sería aún mejor si pudiésemos asegurarnos de que este falso aviso llega a los mandamases, y no lo descarta la policía por el camino. Quizás hasta yo pueda ayudaros; conozco a uno que trabaja en la seguridad…
Eso entusiasmó aún más a los jóvenes, que poco más y quisieron levantarse e ir a dar aquel falso aviso en aquel mismo momento. El conde Nor tuvo que calmarlos, y asegurarles que aquella tarde las conferencias ya habían terminado, y que tardaría un tiempo en contactar con su amigo y conseguir que le ayudase.
—Pero no os preocupéis —terminó diciendo—. Yo os diré cuándo estará todo listo, y cuándo podremos gastar la broma.