Capítulo XIX
No mucho después, la taberna del señor Codrenques volvió a recibir la visita del conde Nor. Pese a lo que el ex-comandante había asegurado a Ludovico y compañía, y pese a que su arrepentimiento era en parte sincero (puesto que, si no hubiese sido por esta razón, no habría alertado al príncipe del riesgo que corría su hermano, por mucho que este aviso hubiera resultado en vano), el conde no era mal recibido allí, y hasta se lo consideraba un cliente predilecto, aunque no se dejase caer por el establecimiento muy a menudo. El señor Codrenques guardaba rencor al conde, sí, pero por ninguna razón habría querido acabar a malas con él.
Así que el conde Nor era perfectamente libre de entrar y salir de aquella taberna como le venía en gana, y en los últimos tiempos lo había hecho varias veces. Aquel era el lugar de reunión preferido de Andrés Salazar y su sociedad de estudiantes antimonárquicos, que, a decir verdad, la mayor parte del tiempo hacían de todo menos estudiar; y el conde, aprovechando el entusiasmo que habían demostrado por la «broma» que les había sugerido, los había visitado de vez en cuando para asegurarse de que no se olvidaban del asunto.
El plan, de momento, seguía siendo prácticamente el mismo: el conde Nor, que decía tener un conocido entre el equipo de seguridad que custodiaba las entradas al palacio de congresos, convencería a este para que les hiciera de cómplice. En el día señalado, la troupe de Salazar se acercaría al lugar, y con toda la teatralidad posible (no fuera a ser que los ignorasen directamente, puesto que hasta los estudiantes de la aburrida Navaseca tenían fama de folloneros), informarían a los guardias de que alguien muy sospechoso les había dicho que había colocado una bomba en el tercer piso del palacio de congresos, que era donde en ese momento estarían reunidos los insignes conferenciantes. Salazar, en su fanfarronería, estaba seguro de que eso bastaría para hacer cundir el pánico entre la seguridad (que al fin y al cabo estaba seguramente compuesta por monárquicos decadentes), y para que se decidieran a evacuar el edificio; Nor, en cambio, no estaba tan seguro de eso, y por ello pretendía contar con un compinche dentro, que, aún en el caso de que en la entrada no tomasen el aviso en serio, pudiera propagarlo al interior, y hacer que llegase a los rancios nobles y aburridos comerciantes sentados en el salón principal. Después de eso, los estudiantes no tenían otro plan que largarse de allí con tanta discreción como les fuera posible, y echarse unas buenas risas observando desde una segura distancia cómo los asistentes huían aterrorizados; o eso se imaginaban. Nor, el principal instigador de todo ello, tenía otras intenciones, pero nada de eso había dicho a Salazar y su alegre e irreflexiva compañía.
Estando ya todo planeado, solo faltaba que el conde lograse convencer a su amigo en la seguridad; el resto no necesitaba muchos preparativos. Y, aquel día, Nor venía justamente a darle a sus secuaces noticias de su buen éxito.
—Todo está listo —informó.
—Estupendo —contestó Salazar, que, a decir verdad, si la espera hubiese sido algo más larga habría empezado a perder las ganas de meterse en aquel lío—. Entonces, ¿cuándo lo hacemos?
—Mañana mismo —dijo el conde, sabedor de que la inconsciencia de aquellos jóvenes no podía durar mucho más—. ¿A qué esperar?
—Eso digo yo —celebró Salazar, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¿Habéis oído, muchachos? Mañana haremos por fin que todos esos aristócratas salgan corriendo con el rabo entre las piernas.
Hubo voces y chiflidos de entusiasmo. Un par golpearon las mesas con sus jarras de cerveza.
—Andrés, ¿estás seguro de que esto es una buena idea? —preguntó entonces uno, que estaba menos borracho que el resto—. ¿Qué pasa si nos detienen?
—¡Detenernos! No nos van a detener —aseguró Salazar—. Somos muchos, y de todas maneras vamos a decir que nos lo ha avisado otra persona. Si acaso, nosotros también hemos sido engañados.
—No sé yo… —farfulló el otro.
—Venga, ¿te vas a rajar? —lo pinchó Andrés—. ¿A estas alturas?
El indeciso dudó un segundo más.
—Claro que no —gruñó al fin.
—Bravo —lo felicitó Salazar—. Ya verás; nos vamos a divertir.
—Así es —coincidió el conde—. Nos vamos a divertir.