Capítulo IX
El día siguiente amaneció borrascoso en casa de los Vaseli. Samanta Vaseli había acabado la noche anterior tan completamente convencida de que los sentimientos de Alejandro Sorés por ella eran genuinos e indomables, y le había costado tan poco persuadirse de que los suyos propios hacia él eran al menos igual de fuertes, que ya estaba firmemente decidida a aceptar la proposición de matrimonio que él formalmente aún no había hecho. Tanto, que hasta se lo declaró a sus padres sin tapujos, nada más levantarse y mientras Rodrigo Vaseli intentaba todavía disfrutar tranquilamente de su periódico, su café y su tostada.
Ni Rodrigo Vaseli ni Eleonora Martín, los amantísimos padres de Samanta, parecieron al principio muy entusiasmados por este plan. Conocían a Alejandro Sorés nada más que de vista, y no sabían mucho de él; y aquella súbita declaración de su niña adorada, de que quería casarse con el que para ellos era un completo desconocido, y del que nunca antes había dicho apenas una palabra, los descolocó un poco.
—¡Pero, hija mía! —decía Rodrigo Vaseli, agitando nerviosamente su periódico—. ¿A qué viene esto?
—¡Oh, papá! ¿No te lo he dicho ya? Es el amor de mi vida; yo le amo y él me ama, y solo puedo ser feliz con él.
—¿Por qué nunca antes nos has hablado de esto? —se extrañó Eleonora.
—Eso no importa —sollozó Samanta, sintiéndose incomprendida.
—¿Cuándo lo conociste?
Samanta admitió que no lo conocía desde hacía mucho, pero volvió a jurar su imperecedero amor por él. Eleonora, escandalizada, tuvo que esconder un momento la cara detrás de su pañuelo.
—¡Tan poco tiempo! —exclamó—. Samanta, hija mía, ¿no te parece un poco pronto para querer casarte con él?
—¿Te ha pedido él ya matrimonio? —intervino Rodrigo.
—Aún no —confesó Samanta—. Pero no hay duda de que lo hará pronto. ¡Papá, si hubieras podido verlo anoche! ¡Está tan enamorado de mí!
—Samanta, cariño… ¡apenas conocemos a ese hombre! ¿Estás segura de que es de fiar? —dijo Eleonora.
Esta insinuación arrancó a Samanta una nueva serie de sollozos y lamentos desconsolados. Su padre, sin embargo, acudió en su ayuda:
—Bueno, querida, no hay que ser injustos —dijo a su mujer—. Al fin y al cabo, el señor Sorés pertenece al círculo de la buena sociedad; no hay duda de que es un caballero respetable. Si fuese un cualquiera… pero no lo es.
—¡Oh, papá, cuánta razón tienes! —se alegró Samanta.
—También es un hombre apuesto, y de muy buena fortuna —siguió Rodrigo—. ¿No es así, hija? ¿No es considerablemente rico?
Samanta asintió.
—A mí no me parece tan mal partido —sentenció entonces el señor Vaseli.
—¡Pero todo esto es tan precipitado! —insistió Eleonora.
—Eso sí —concedió Rodrigo.
—¡No es precipitado! —gritó Samanta—. Él me ama con locura, y yo le correspondo. ¿Qué precipitación puede haber, si no podemos vivir el uno sin el otro?
Y se echó a llorar. Los señores Vaseli, que eran ya mayores y apenas soportaban que una lagrimita asomase a los ojos de su querida niña, intercambiaron una mirada.
—No llores, no llores —dijo Rodrigo—. Escucha, Samanta. Sabes que, si de verdad eso es lo que quieres, no diremos que no.
—A mí tanta prisa sigue sin parecerme buena idea —murmuró Eleonora.
Samanta se sorbió ruidosamente los mocos.
—No digas eso, querida; son las cosas de la juventud —le contestó Rodrigo—. Recuerda cuando nosotros nos casamos: también tuvimos mucha prisa.
La señora Vaseli aún no pareció convencida del todo, pero se resignó.
—Hija, yo solo quiero lo mejor para ti —repuso.
—Lo sé, mamá —dijo Samanta—. Pero también sé lo que es mejor para mí; y es el señor Sorés. ¡Mamá, créeme! ¡Lo sé!
—Está bien, está bien —suspiró Eleonora—. No querría poner ningún obstáculo a tu felicidad.
—Nosotros ya somos viejos, y las cosas del amor pertenecen a los jóvenes —gruñó Rodrigo—. Yo ya estoy deseando retirarme también; y quizás esta sea mi oportunidad. Cuando Samanta se case, por fin podré dejar el negocio en sus manos y las de su marido, y disfrutar de mi jubilación.
A Samanta se le iluminó el rostro.
—Entonces, ¿lo aprobáis? —exclamó—. ¿Me dejaréis casarme con él?
—Lo que sea mejor para ti, hija mía —dijo Eleonora.
—¡Oh, gracias! —chilló Samanta, tirándose al cuello de su madre primero, y de su padre después, y abrazándolos a ambos fuertemente—. ¡Gracias, gracias!
En cuanto la viuda Perquin apareció por allí aquella tarde, le dio la buena noticia disimuladamente a través de la reja. La viuda la felicitó, le aseguró que no tardaría en ver sus anhelos satisfechos, y se marchó a informar a Alejandro Sorés, con expresión no del todo satisfecha.