Capítulo VIII
Faltaban tres días para que empezaran de verdad las tan esperadas conferencias. Toda la ciudad, tanto los que tenían algo que ver con ello como los que no, hablaba de ellas; y de repente todo el mundo parecía haberse convertido, de la noche a la mañana, en un experto en comercio internacional. En cada esquina y en cada puesto de verdura podía encontrarse a alguien más que dispuesto a airear sus infundadas opiniones sobre (por ejemplo) el nuevo tratado de exportación entre Milecón y Sornoña, a pesar de que la mayor parte de estos súbitos eruditos no sabía siquiera de qué estaba hablando, y apenas hacía unos días que se habían enterado de la existencia de ese tratado.
La víspera del acto de apertura, el hotel Babilonia celebró otro baile. El señor Ernesto Babel, astuto en todo lo que se refería a su negocio, había decidido aprovechar la ocasión, y había invitado a media ciudad; a los que tenían algo que ver con las conferencias, porque eran los protagonistas de toda aquella expectación, y a los que no, para darles la oportunidad de sentirse igualmente importantes.
Alejandro Sorés se encontraba en el segundo de estos grupos. Había rechazado la idea de asistir como oyente a las conferencias, porque, aunque él se dedicaba al comercio naval, no creía que allí fuese a decirse nada que mereciera un mínimo de su atención o interés. La mera participación de un nutrido grupo de rancios aristócratas (y esto no excluía a los príncipes de la nación) que no tenían nada que ver con el comercio internacional, y que estaban allí únicamente en virtud de sus cuantiosas fortunas, le convenció plenamente de ello. Pese a todo, no había rechazado la invitación del señor Babel, porque no podía dejar pasar aquella nueva ocasión de hacerle la corte a Samanta Vaseli. Así que allí estaba, sacándola a bailar y comportándose como un galán, y disimulando como podía su aburrimiento.
—Leí su carta —le susurró Samanta, en un tonillo monótono que sin embargo en ella representaba el colmo de la exaltación.
Sorés se sobresaltó; hasta se había olvidado de aquella farragosa carta de amor que la viuda Perquin había compuesto para él.
—Entonces ya conoce mis sentimientos —contestó, mientras ambos bailaban, sin prestar demasiada atención, un vals lento.
—Sí los conozco —corroboró Samanta—. ¡Pícaro caballero! Sin embargo, ya sabrá usted que yo no entrego mis sentimientos a cualquiera.
—No esperaba menos —respondió Sorés, reprimiendo el deseo de bostezar.
—¿Es usted un cualquiera? —tonteó Samanta.
—Si soy un cualquiera —dijo Sorés, cansado de ese juego, pero representando su papel a la perfección—, soy un cualquiera que la ama a usted con locura; y eso, sin duda, debe elevarme por encima del resto de los mortales, puesto que no hay cosa que sea tan vil que no se enaltezca al contacto con usted.
Samanta no dijo nada, pero pareció hondamente impresionada por estas palabras.
—Es usted muy galante —consiguió componer, al cabo de un momento.
La música paró en ese instante, y ambos se separaron.
—He de ir un minuto con mi madre —se excusó Samanta. Sorés la disculpó de inmediato, y la siguió con la mirada mientras se alejaba.
—Ah, Sorés —escuchó detrás de él. Se dio la vuelta, y se encontró con Leandro Ligoria, que llevaba del brazo a Elina Goder, y que parecía algo fastidiado.
—¿Qué tal, Ligoria? —contestó Sorés, sin interés; y después saludó también a la señorita Goder, con mucha más efusividad.
La causa del fastidio de Ligoria no era, no obstante, la que él había anticipado. Lejos de verse contrariado por esta actitud, al casanova parecieron de repente crecerle alas.
—Me preguntaba, Sorés —dijo animadamente—, si no querría usted bailar una ronda con esta señorita. No quiero dejarla sola, pero tengo que atender… uh… un cierto compromiso.
Sorprendido, Sorés no encontró palabras para negarse, y no tuvo más remedio que aceptar. Ligoria se alegró mucho, y le traspasó los privilegios del brazo de Elina y se marchó de allí sin perder un momento.
—¿Me concede este baile, señorita? —preguntó Sorés, ofreciéndole la mano a la chica.
Elina la tomó, pero no dijo nada. Parecía algo disgustada.
—¿Qué le ocurre a usted? —quiso saber Sorés, al cabo de un momento.
—Bueno… me siento como un saco de patatas —confesó ella, haciendo un puchero.
Sorés soltó una carcajada. Eso le arrancó a Elina una sonrisa.
—¿Por qué dice usted eso?
—¿Es que no es verdad? Me acaban de pasar ustedes de uno a otro como si fuera eso, un saco de patatas.
—¡Qué tonterías dice! —exclamó Sorés—. ¿Cree usted que yo podría estar bailando tan elegantemente con un saco de patatas?
Elina volvió a sonreír.
—Es usted bastante divertido —dijo—. ¿Cómo es que no está casado ya?
—Bien, el negocio ocupa casi todo mi tiempo —se excusó Sorés.
—¿Los barcos ocupan todo su tiempo? Dígame, ¿cómo es eso? ¿Va usted por ahí con un parche en el ojo y gritando «arriad las velas»?
—Se confunde usted —contestó Sorés, sonriendo también—. Esa clase de ladrones son piratas y no comerciantes.
El rato que pasaron bailando se le hizo a Sorés extremadamente corto. Cuando la música paró, Elina, aunque de nuevo un poco abatida, echó un vistazo a su alrededor.
—Creo que debería ir a buscar a Leandro —dijo.
—Vaya, vaya —musitó Sorés, sorprendiéndose él mismo de lo mucho que eso le disgustaba.
Elina se despidió y se marchó, y lo dejó a él bastante confuso y un tanto disgustado. Samanta Vaseli volvió un rato después; ni siquiera se había enterado de que Elina Goder había estado allí, y volvió a colgarse del brazo de Sorés convencida de que este estaba locamente enamorado de ella.
Paralelamente, había otra persona en aquel baile en una situación parecida. Los señores Bronvich y su hija también habían venido a la fiesta, con la señora Bronvich ya completamente recuperada de su casi ficticia enfermedad; y los habían acompañado los señores Harvel y el hijo mayor de estos, Gregorito. El señor Bronvich y el señor Gregorio Harvel llevaban toda la noche sentados en un sofá, manteniendo una muy animada conversación de negocios; a sus respectivos retoños los habían alentado, mientras tanto, a que pusieran en práctica un rato todas las carísimas lecciones de baile de salón que llevaban tantos años recibiendo, y Sofía y Gregorito bailaban ahora un vals sin mucho ritmo. Gregorito no hablaba mucho, y cuando lo hacía tenía una voz un poco chillona y solo hacía comentarios sobre ventas y finanzas y política exterior, de la que se notaba que no entendía mucho; Sofía se aburría como una ostra y trataba de desviar la conversación hacia lo que a ella le interesaba, esto es, los cotilleos de uno y de otro y los trapos sucios de toda la gente que había en aquel salón. Pero eso cansaba rápidamente a Gregorito, y entonces volvían a cambiar de tema y hablaban cinco minutos sobre el tiempo; y llevaban ya cuatro tandas de cinco minutos hablando sobre el tiempo, y habían discutido ya la meteorología de las tres semanas pasadas y de las tres siguientes y empezaban a no tener nada más que decir.
—Así que es probable que sea un verano caluroso —decía Gregorito.
—Pero quizás no lo sea, porque el año pasado también llovió poco y al final el verano fue fresco —bostezó Sofía.
—Es verdad. Quizás no sea caluroso después de todo.
—Pero todavía es pronto para decirlo.
—Eso; todavía es pronto para decirlo.
Aquello era insostenible, y Sofía no tardó en aprovechar una pausa para disculparse diciendo que tenía que ir al servicio, y escabullirse discretamente en dirección al otro extremo de la sala.
Buscando a alguien que pudiera entretenerla, no tardó en distinguir a Leonor Calet. Estaba una vez más sentada en un canapé, pero con expresión aún más tristona que de costumbre; y unos segundos de observación llevaron a Sofía a atraparla dirigiendo una mirada de reojo a Eduardo Pravano. Frotándose las manos, la señorita Bronvich la saludó afectuosamente, y se dejó caer junto a ella.
—¿Qué ocurre, Leonor? —preguntó—. ¿Por qué esa cara?
—¿Qué quieres decir? No ocurre nada —aseguró precipitadamente Leonor.
—Vamos, vamos; ¿a qué viene esa melancolía? Sabes que puedes confiar en mí.
Leonor no pareció muy convencida, pero aún así dijo:
—¿Recuerdas que el otro día nos animaste a mis padres y a mí a que nos presentásemos a los príncipes?
—Claro.
—Bueno… tenías razón —reconoció Leonor—. Los príncipes son extremadamente agradables; en especial, el príncipe Eduardo…
Sofía se felicitó internamente por tener tan buen ojo. Parecía comprobado que la gente aburrida se encontraba mutuamente interesante.
—¿Y bien? —preguntó.
Leonor suspiró.
—¡Oh! —exclamó Sofía, como si la hubiera asaltado una súbita revelación—. ¡Esos suspiros! ¿No estarás suspirando por el príncipe?
Leonor pareció horrorizada.
—Sofía, ¿cómo dices esas cosas? —murmuró.
—¡Pero eso es estupendo! —siguió Sofía, ignorándola—. El príncipe es un hombre encantador, y, bueno, un príncipe, no menos.
—¡Pero, Sofía! —protestó Leonor—. Justamente eso; es un príncipe. Es imposible que se fije en mí.
—¡Tonterías! —la cortó Sofía—. Estoy segura de que él también te encontró muy interesante. El otro día, querida, os estuve observando mientras hablabas con él; se bebía tus palabras.
—¿De verdad? —preguntó Leonor, con una expresión de esperanza tan cómica que a Sofía le dio hasta algo de pena—. ¿Eso crees?
—Claro; era evidente.
—Pero… no puede ser. Sofía, ya sabes que yo no soy… bueno, no soy muy atractiva, y el príncipe…
—Lo que importa es lo de dentro —carraspeó Sofía, porque no se podía negar que Leonor no era ninguna belleza—. Sin duda, el príncipe lo sabe.
Leonor seguía sin estar muy segura, pero se veía que empezaba a invadirla algo más de optimismo. Sofía le dio unas palmaditas en la espalda, y se levantó.
—Espera; voy a hablar con él. Ya verás.
—¡Sofía! —se escandalizó Leonor.
Pero Sofía ya se había puesto en marcha en dirección a los príncipes; o, mejor dicho, en dirección al príncipe Eduardo, porque el príncipe Carlos no había abandonado la pista de baile desde que había entrado en la sala, y el príncipe Ludovico no estaba a la vista por ninguna parte. Sofía tuvo que esperar varios minutos, porque Eduardo estaba muy ocupado escuchando las bravatas de un general retirado, primero, y las quejas del embajador sobre este mismo general después; pero al fin consiguió saludarle. Tuvo que recordarle que los habían presentado el otro día, porque Eduardo no se acordaba de ella, cosa que a Sofía ni la sorprendió ni la molestó.
—¿No le gusta bailar a su Alteza? —preguntó al fin.
Eduardo pareció confundido.
—Sí, por supuesto —contestó al fin—, pero…
—A mí no me gusta nada, si le digo la verdad; mi prometido está por allí y apenas soporto bailar, ni siquiera con él… pero hay gente a la que le encanta. Tengo una amiga que baila de maravilla, aunque ahora mismo se ha sentado un rato… Creo que la conoció usted el otro día: Leonor Calet.
—¡Ah!, sí —recordó Eduardo, para sorpresa de Sofía—. Sí, la señorita Calet. Es cierto; creo que me la presentó el padre de usted.
—Eso es. ¿No es una chica muy agradable? Creo que es la persona más inteligente que conozco.
—En efecto, me pareció una joven muy culta y muy amable —concedió Eduardo.
—Lo es, lo es. Una joven correctísima; de lo que ya no hay. Sabe hablar de toda clase de temas, y escucharla es una delicia. ¡Y bailar! Baila muy bien. Su Alteza ya la ha oído hablar, pero ¿la ha visto bailar?
—Me temo que no.
—Entonces, se está perdiendo usted algo —aseguró Sofía—. Ahora mismo está sentada; pero ¿y si la saca usted?
Eduardo sonrió ante esa falta de sutilidad, pero la idea no pareció disgustarle.
—Si cree usted que ella no se disgustará…
—¡Disgustarse! ¡Leonor! ¡Pero si es la bondad en persona! Vaya, vaya su Alteza; ya verá cómo me da la razón.
En efecto, Eduardo se acercó a Leonor, que había observado toda la conversación desde su canapé con aire angustiado. Cuando el príncipe se dirigió hacia ella y la invitó a bailar, se ruborizó hasta la punta de los cabellos; pero se recompuso rápidamente y aceptó. Era una suerte que no supiera que Sofía acababa de pintarla como una bailarina experta, porque ni de lejos bailaba tan bien, y se habría muerto de la vergüenza si hubiese pensado que el príncipe tenía las expectativas tan altas; pero a Eduardo esto no pareció importarle, y los dos pasaron un rato muy entretenido, conversando animadamente sobre los clásicos griegos, mientras Sofía Bronvich los observaba de lejos y se congratulaba secretamente por su buen tino.
Elina Goder, mientras tanto, había encontrado a Ligoria; pero este, que creía que endosándosela a Sorés se había librado ya de ella, estaba ocupado en otra cosa, y no parecía dispuesto a prestarle aquella noche demasiada atención. Así que Elina, confundida y un tanto mortificada, terminó por sentarse junto a Juan Quiroga, que la recibió con gusto. Juntos, llevaban un rato contemplando los evidentes esfuerzos de Alejandro Sorés por hacerle la corte a Samanta Vaseli.
—¿Cree usted que se casarán? —preguntó Elina, con voz un poco apagada.
—Es lo más probable —admitió Quiroga. Elina miró al suelo, y él añadió—. ¿Qué ocurre?
—Bueno… nada, en realidad —murmuró Elina—. Aunque tengo que confesar que encuentro que el señor Sorés es un hombre muy agradable.
—Sin duda lo es —asintió Quiroga.
—Leandro me cautivó cuando llegué aquí —suspiró Elina—. Pero sospecho que él se ha cansado de mí, y yo… el señor Sorés me ha llamado un poco la atención. Pero todo esto son tonterías —soltó una risilla, y apartó la vista de Sorés y Samanta y miró a su interlocutor—. ¿Y usted, señor Quiroga? ¿No está casado?
—No.
—¿Por qué no?
—Aún no he encontrado a una mujer que me acepte —confesó Quiroga, con resignación.
—¿Cómo es eso posible? —se extrañó Elina—. ¡Con lo agradable que es usted!
Quiroga sonrió, y le dio las gracias.
—No se preocupe —continuó la chica, con entusiasmo—. Estoy segura de que tarde o temprano encontrará usted a alguien con quien podrá ser feliz.