Una bala para el príncipe · Capítulo XII

Capítulo XII

El magnífico tiempo que hacía aquel día no solo había impelido a Ludovico Pravano a salir de casa e ir a enterrarse entre el fango, sino que también su hermano mayor, Eduardo, había aprovechado la tarde para ir a tomar el fresco. Un poco más convencional que Ludovico, sin embargo, había preferido dar un paseo por el parque de Navaseca, el que estaba junto al río; y librarse por un rato de todos aquellos compromisos y obligaciones sociales que llevaban atenazándolo desde que había llegado a la ciudad.

Ese había sido, al menos, su plan. Resultó un poco más difícil de cumplir de lo que había esperado, puesto que debido al buen tiempo media Navaseca había salido a pasear; y siendo aquel el parque más grande, por no decir el único, que había en la localidad, casi toda la gente a la que habría preferido evitar estaba concentrada allí. Eduardo consiguió rehuir al grueso de ellos, pero no se libró de tener que saludar a unas cuantas personas, cuando lo que en realidad querría haber hecho era olvidarse de todos ellos por una tarde.

Al cabo de un rato de internarse por todos los caminitos del parque para intentar eludir a gente, y acabar cada vez saliendo a terreno abierto justo delante de otro personaje al que quería ver aún menos, Eduardo se decidió por fin a aventurarse por el paseo que flanqueba el río. Para su sorpresa, pues él habría creído justo lo contrario, este estaba mucho menos concurrido; aunque no tardó en averiguar la razón, y es que al estar cerca del agua había, aún en aquella época del año, en sus inmediaciones una considerable cantidad de mosquitos.

Sin embargo, hasta los mosquitos podían resultar menos molestos que los ministros y embajadores, y el príncipe prefirió probar suerte por aquel camino. Tras avanzar unos cien metros, se percató de que no era el único intrépido; en uno de los bancos al lado del camino estaba sentada Leonor Calet, abanicándose a la sombra de un ciprés. Leonor Calet no entraba en la lista de personas que Eduardo quería evitar, ni siquiera aquella tarde, así que, en lugar de intentar perderse otra vez por un atajo, se adelantó hasta llegar a su altura.

—Buenas tardes —la saludó.

La señorita Calet, que estaba mirando las musarañas, se sobresaltó. Volvió la cabeza, y al ver de quién se trataba, enrojeció como un tomate.

—¡Buenas tardes, su Alteza! —respondió, incorporándose de un salto.

—Por favor, no se levante —la detuvo Eduardo—. ¿Le importa que me siente a su lado?

—¡Por supuesto que no! —aseguró Leonor, volviendo a sentarse y haciendo lugar para Eduardo en el banco—. Aunque… no es este el banco más principesco del mundo.

—¿Qué insinúa? —Eduardo se sentó también, con una sonrisa—. ¿Que, como no es un banco principesco, no tengo derecho a sentarme?

Ella se escondió detrás del abanico para disimular otra sonrisa.

—¡Por favor! Yo nunca insinuaría algo así.

Eduardo la miró con mal fingido sarcasmo.

—¿Qué insinuaría entonces?

—Nada en absoluto —carraspeó ella—. Las personas bien educadas, como yo, no insinúan cosas.

Ambos se rieron por lo bajo, y se hizo el silencio por un instante. Al cabo de un momento, Eduardo dijo:

—Hace un día muy bueno, ¿no es cierto?

—Sí, un día precioso —asintió Leonor, y luego añadió—. Me ha sorprendido un poco verle por aquí, pero imagino que haciendo un tiempo tan espléndido sería un desperdicio no salir a pasear.

—Así es, y supongo que lo mismo vale para usted. Pero, si no es indiscreción, ¿cómo es que ha venido usted aquí sola?

—¡Oh!, no estoy sola —aseguró Leonor—. He salido a dar una vuelta con mis hermanos; pero se han encontrado con unos conocidos, y se han adelantado.

—¿No la han esperado a usted?

—Bueno… tampoco quería inmiscuirme entre ellos y sus amistades —se ruborizó Leonor—. Quizás debería haberme quedado en casa con mis padres, pero me apetecía salir.

—Entiendo. ¿Cuántos hermanos tiene usted?

—Cinco.

—¿Todos varones? ¿Es usted la única hija?

—Así es, y la menor.

—¡Vaya! Entonces, se ve que usted y yo compartimos la misma experiencia: la de no tener ninguna hermana —sugirió el príncipe, con una risita.

—Es cierto: también su Alteza tiene nada más que dos hermanos —coincidió Leonor.

—Sí, eso es —contestó Eduardo, y de repente pareció algo abatido. No dijo nada más, pero a Leonor no se le escapó su imprevisto cambio de humor.

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Sí, sí —aseguró el príncipe—. No es nada; es solo que… no, no es nada.

Leonor, que era muy delicada, no quiso insistir.

—¿Sabe? —añadió entonces Eduardo—. En realidad, he salido a dar un paseo esta tarde para no encontrarme con nadie.

—Y ha tenido que encontrarse conmigo, y arruinar su tarde —completó Leonor, algo sorprendida.

—¿Qué? No, no —dijo rápidamente Eduardo—. No era eso lo que quería decir. Con quien no quería encontrarme era con todos esos embajadores y otros señores que participan en las conferencias, y a los que hay que saludar con tanta ceremonia. Bueno, y a los habituales del hotel, que también… en fin. En realidad, no, no quería encontrarme con nadie; pero usted es una notable excepción.

—¿De verdad? —se asombró Leonor.

—Claro —aseguró Eduardo—. Tengo que decirle que… disfruto mucho su compañía, señorita Calet.

Leonor enrojeció todavía más. Intentó ocultarse otra vez tras su abanico, pero este no era lo suficientemente grande como para taparla entera, así que al final no le quedó más remedio que contestar.

—Me siento muy honrada —respondió al fin—. Yo también disfruto mucho en su compañía, su Alteza.

—Llámeme Eduardo; es mi nombre, al fin y al cabo, y a veces parece que nadie lo usa.

—Llámeme Leonor, entonces —musitó tímidamente la chica—. Dígame, ¿por qué está tan mustio?

—¡Oh, no! No estoy mustio; no se deje engañar. Es solo que… —Eduardo se mordió el labio, fastidiado—, bien, a veces las obligaciones principescas son algo desagradables.

Leonor volvió a parecer sorprendida.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, hay que estar todo el día haciendo cosas que a uno no le interesan, y tratando con personas con las que no tiene mucho que ver —suspiró el príncipe—. Si le soy sincero… las conferencias, por ejemplo, no son ningún tema que me apasione; pero aquí estoy, y tengo que asistir, me guste o no. Y luego está el asunto de mi hermano… pero no quiero aburrirla a usted con estas cosas.

—Eduardo, sin duda ya se habrá dado usted cuenta de que a mí me interesan muchas cosas que los demás consideran aburridas —contestó Leonor.

—Es cierto; y esa es una de las razones por las que aprecio su compañía —concedió el príncipe—. Esa, y su buen sentido e inteligencia.

—Me hagala usted —dijo Leonor—. Pero, descuide: no me aburre.

Eduardo sonrió.

—En realidad, quizás no debería hablarle de esto —caviló—, aunque es posible que ya haya llegado a usted de todas maneras por otras vías. ¿Ha oído hablar del compromiso que el difunto rey de Menisana proyectó entre mi hermano Carlos y la princesa Aletna de San-Wick?

Leonor manifestó que algo había oído de ello.

—Se trata de un asunto bastante importante —reconoció Eduardo—, por diversos problemas fronterizos con otros territorios. Para la corona sería vital que Carlos se convirtiese en rey de Menisana. Sin embargo, Carlos… bien, ya ha conocido usted a mi hermano. Las responsabilidades políticas no son su mayor preocupación, y no desea casarse con la princesa Aletna.

—Sin embargo, tratándose de un tema tan importante… —aventuró Leonor.

—Mi hermano no ve, o no quiere ver, su importancia —refunfuñó Eduardo—, y mi padre es incapaz de presionarle. Así que yo intento a menudo convencerle de que, aunque le disguste, debe atender a sus responsabilidades, como hacemos también los demás. Pero reconozco que soy un poco insistente, y… bien, se lo ha tomado muy a mal.

A lo lejos se escuchó una bocina. Una pequeña barcaza se acercaba por el río.

—Pero ¿es que no quiere convertirse en rey de Menisana? —preguntó Leonor.

—No, aunque eso le trae más bien sin cuidado; creo que a lo que más objeta es al matrimonio con esta princesa, aunque aún no la conoce. Yo lo lamento; es mi hermano pequeño, y no querría obligarlo a hacer nada que no quisiera, pero me temo que no tengo elección. El comportamiento de Carlos es perjudicial para el reino, a mi modo de ver… y perjudicial para él mismo, en otros aspectos.

—Eso es terrible —dijo Leonor—, pero ¿no hay forma de hacerle cambiar de opinión?

—Espero que la haya; pero… —Eduardo miró al río, donde la barca que había dado el bocinazo se acercaba cada vez más. De repente, algo le llamó la atención; se levantó de un salto—. Un momento. Ahí…

De un par de zancadas, se asomó por la baranda que daba al río. La barcaza, que era más bien un pequeño barco de recreo, estaba llena de gente hasta los topes; un montón de jóvenes parecía haber aprovechado el buen día para ir a navegar y emborracharse, o quizás más bien para emborracharse y después ir a navegar. Armaban mucho jaleo, y no dejaban de dar bocinazos, y de arrojar objetos contra los patos desprevenidos que la barca se encontraba en el agua a su paso.

Leonor se levantó también, y fue a ver qué pasaba. En uno de los lados de la barcaza, el que daba hacia ellos, distinguió a Carlos Pravano, bebido como una cuba y cantando y gritando aún más alto que los demás.

—Oh —se le escapó a la chica; pero Eduardo ya se había llevado la mano a la frente, y exhibía una expresión tan desesperada como furibunda.

—¡Eh! ¡Pero si está ahí mi hermano! —gritó de repente Carlos, localizándolos con la vista. Sonriente, como si nunca en la vida hubiese estado enfadado con Eduardo, se volvió hacia ellos—. ¡Eh, Eduardo! ¡Hola, querido hermano!

Saludándolo con entusiasmo, asomó medio cuerpo fuera por el borde de la embarcación. Pero la barca, que no solo cargaba más peso de la cuenta sino que además llevaba este mal distribuido, se inclinó un poco; y Carlos, que iba bastante ebrio, no mantuvo el equilibrio y fue de cabeza al agua.

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