Una bala para el príncipe · Capítulo XIV

Capítulo XIV

Después de que el príncipe Carlos, y tras él media barca de borrachos, cayesen al río como una estampida de cebras desorientadas que intentan cruzar todas una vaguada por el mismo lugar inconveniente, se había producido mucha confusión. Algunos de los escasos transeúntes que en ese momento se exponían a los mosquitos del paseo fueron a socorrer a los jóvenes, y todos los que no salieron prontamente del río por su propio pie fueron finalmente auxiliados y puestos a salvo del agua, que no del ridículo. En medio del lío, alguien había sacado también a Carlos; pero ese alguien, a quien la casa real tenía que agradecer tan gran servicio, había permanecido anónimo, para gran alivio de los nervios de Eduardo.

Gracias a las circunstancias y a lo poco concurrido del lugar, la situación se salvó sin mucho más alboroto. Pero, como no paraba de recordar con horror el príncipe heredero, aquello podía haber sido un desastre. Ahora que su hermano estaba a salvo, podía permitirse pasar por encima de lo preocupado que había estado por su seguridad por un momento, y centrarse únicamente en la deshonra y la humillación pública que aquello significaba para el ilustre apellido Pravano.

Carlos lo escuchaba en silencio, con expresión cada vez más disgustada, pero sin decir una palabra. Estaba mojado hasta los tuétanos y envuelto en una manta (mojada ya también), y sentado en una esquina del carruaje oía hablar a su hermano desde la otra. Eduardo, acalorado, no parecía siquiera preocuparse de si Carlos lo escuchaba o no; soltaba su sermón a todo trapo, con mucha más elocuencia de la que utilizaba en los discursos de las conferencias internacionales de comercio. El pobre segundo príncipe solo parecía querer que lo dejaran en paz.

En medio de ambos (es un decir, porque estaba sentada en la tercera esquina; y la situación era tan extraña que no le daba ni para fingir que miraba por la ventanilla y no atendía a lo que pasaba, sino que paseaba la vista de uno a otro preguntándose obviamente cómo acabaría aquello) estaba Leonor Calet. Cuando el carruaje principesco había recogido a Carlos y Eduardo, no había aparecido todavía ni rastro de los hermanos de esta; y a aquel último le había parecido muy poco caballeroso dejarla allí sola esperando a unos señores que, o al menos esa impresión daba la cosa, no tenían intenciones de volver por allí pronto, o de volver en absoluto.

—Hermanos, ya sabe usted —los había disculpado ella, sonrojada como un tomate, cuando el príncipe heredero le había ofrecido acercarla a su casa. Había terminado por aceptar esa proposición, pero no sin antes casi morirse de la vergüenza.

—Vaya si lo sé —masculló Eduardo entre dientes, echando un vistazo a su propio hermano, que envuelto en una gruesa manta multicolor parecía… parecía una monja-bandolero embutida en su poncho—. Suba usted, Leonor, y no se preocupe, que sus hermanos ya imaginarán que se ha ido usted a casa.

Así que ahora el principesco carruaje, conducido por el enlibreado señor Eleuterio Piñones, que como cochero y chófer muy de confianza de sus altezas reales se había quedado de piedra al ver al segundo príncipe aparecer hecho una sopa y al primero acompañado por una dama, y que ahora se reía por lo bajo en el pescante; el principesco carruaje había tomado un desvío, y se dirigía hacia la casa de los señores Calet, que era un caserón grande, viejo y feo en el centro de la ciudad. Desde que los tres se habían montado no había cesado aún la perorata de Eduardo; y Carlos, muy contra su costumbre, no contestaba una palabra. Estaba tan lacónico que Eduardo empezaba a preocuparse, y eso lo hacía irritarse y hablar aún más. Pese a que sabía perfectamente que no estaba siendo ni muy cortés ni muy decoroso él mismo, se dirigió en todo el trayecto solo una vez a Leonor, para disculparse por la escena que se desarrollaba ante sus ojos; y después siguió abroncando a Carlos y no volvió a decirle nada. Leonor, un poco intimidada, no contestó, y como ya hemos dicho no hizo ni el esfuerzo de fingir que no escuchaba.

Cuando el coche se paró frente a la casa de los Calet, Eduardo ayudó a Leonor a bajar, y volvió a disculparse. La chica le aseguró de que no tenía de que preocuparse, mientras se decía para sus adentros que cuanto menos hablase de lo que había pasado aquella tarde sería, probablemente, mejor para todos.

Observó cómo la portezuela se cerraba de nuevo, y cómo el carruaje se alejaba con su preciada carga: dos muy malhumorados príncipes. Esperó hasta que torció la esquina, y entró en casa… y fue recibida casi de inmediato por una algo alerta señora Calet, que había estado viéndolo todo desde la ventana.

—¡Leonor, hija mía! ¿Y tus hermanos? —exclamó; y preguntó, a pesar de que sabía perfectamente la respuesta—. ¿De quién era ese coche?

—De los príncipes —reconoció ella tras un momento, cohibida.

—¡De los príncipes! Leonor, pero ¿qué hacías en el carruaje de los príncipes?

Leonor explicó a su madre, y también a su padre, que había bajado del piso de arriba y escuchaba desde la escalera con expresión de quien se teme malas noticias, que sus hermanos se habían encontrado con unos conocidos y que ella, por no molestar, se había quedado atrás.

—Los príncipes estaban dando un paseo por el parque, y se ofrecieron amablemente a traerme de vuelta a casa —carraspeó.

Sus padres no sospecharon nada.

—Hija mía, los príncipes son sin duda muy atentos, pero… quizás no haya sido una buena idea el acceder a esa invitación —sugirió la señora Calet, algo desconcertada.

—¿Por qué no?

—Porque bien, son los príncipes de la nación… y el que te vean bajando de su carruaje, da igual lo inocente que sea la cosa, podría dar lugar a… rumores, ¿sabes?

—Es algo que sería mejor evitar —asintió el señor Calet—. No queremos que se vaya por ahí diciendo lo que no es.

Leonor se sintió súbitamente algo decepcionada. Echó la vista atrás a toda la tarde, y a los últimos tiempos; y de repente se dio cuenta de que sí, de que subirse al coche del príncipe heredero no era algo tan normal como le había parecido en un principio… y de que quizás había estado haciéndose ilusiones un poco irrazonables.

«Al fin y al cabo, él es un príncipe», se dijo. «Una cosa es que sea simpático y agradable y hasta que parezca disfrutar de mi compañía; pero, después de todo lo que ha dicho de su hermano esta tarde… sobre esa princesa… no va a casarse con alguien como yo.»

Desanimada, se sentó en un sofá, y no contestó nada por un momento. Sus padres, creyendo que se había molestado, se inquietaron.

—Ten en cuenta que no lo decimos por ti —aclaró el señor Calet, mesándose el bigote.

Leonor recuperó el habla y les aseguró a ambos que no estaba disgustada. Les dio la razón y dijo que sería más cuidadosa en adelante; y resolvió para sí misma no volver a acercarse tanto al príncipe Eduardo.

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