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Descendieron hasta la planta baja, y cruzaron el portón de la fortaleza, que estaba abierto de par en par. Restos de mecedoras desfondadas y astilladas yacían por el suelo, igual que si la hubiese atravesado un vendaval.
—Mucha gente ha salido por esta puerta —sentenció Cori, agachándose a examinar los restos—. No creo que Kil-Kyron se haya tragado a sus habitantes; han huido.
—¿Estás leyendo las huellas del suelo, o qué? —se extrañó Cirr.
—¿Hola? —saltó Cori, ofendida—. Soy una limpiadora; sé lo que digo.
El Gran Emperador los acalló con un gesto, concentrado observando los rastros sobre los que Cori había llamado su atención. Sí; era evidente que mucha gente había salido de allí a toda prisa, lo que eliminaba la posibilidad (por otra parte, muy inquietante) de que el fuerte de Kil-Kyron hubiese decidido tragarse a sus habitantes.
—Tendremos que seguir el rastro —decidió—. Quedarnos aquí preguntándonos qué ha pasado no nos llevará a nada.
—Pero, jefe —protestó Cirr—, eso es muy arriesgado; estamos rodeados por todas partes por territorios del Bien, y apuesto a que estarán más que contentos de echaros mano.
—Y bien, ¿qué alternativa propones? —gruñó Vlendgeron—. Por todo lo que sabemos, también la gente del Bien puede haber salido huyendo de repente; y quedarse aquí no es un plan mucho más seguro, puesto que ahora la fortaleza está desprotegida frente a cualquier ataque. Tenemos que llegar al fondo de esto, hagamos lo que hagamos.
—Puede ir alguno de nosotros —sugirió Adda—, y así su Majestad Imperial no tendrá que exponerse al Bien en persona. Pese a todo quedarse en el fuerte sigue siendo lo más seguro.
—Estoy hasta las narices de dejar que otros lo hagan todo por mí —se negó Orosc—, y de no salir nunca de Kil-Kyron. No, vamos a ir todos; y si nos encontramos a los siervos del Bien (porque, siendo realistas, lo más probable es que el Bien tenga algo que ver con todo esto) les plantaremos cara como si fuésemos los últimos hombres malignos sobre la tierra; e no es del todo imposible que lo seamos.
—¿¡He ido a arreglar una cañería, y mientras tanto se ha acabado el mundo!? —se horrorizó Cirr.
—Dímelo a mí; yo estaba en el baño —dijo Vlendgeron, y señaló hacia uno de los lados del fuerte—. Vamos. A los establos.