—Huh. —el trapecista se rascó la cabeza—. Me encantaría llevarla a un restaurante caro y romántico, o algo por el estilo, pero me temo que este barrio no es el lugar más adecuado para eso. Así que… ¿le gusta la pizza?
Nina no pudo evitar estallar en carcajadas.
—Lo que usted quiera —dijo al fin—. Le he pedido que me sorprenda, al fin y al cabo.
—Desde que llegamos aquí hemos estado yendo a un italiano que hace unas pizzas magníficas —explicó él—. Desde luego, no es el lugar más romántico del mundo, pero no conozco otro en el que esté seguro de que la cena va a ser comestible.
Nina volvió a reírse. Ray interpretó eso como un consentimiento, y los llevó a Altoviti Pizza & Pasta, que estaba tres calles más alla y era un restaurante italiano muy pequeño, encajonado entre dos edificios más grandes, y al que se le veía a la legua que no tenía excesivo presupuesto. Cuando pasaron la puerta, sonó una campanilla; se sentaron a una mesa cerca de la ventana, y no tardó en aparecer un hombre gordo con una camisa de cuadros, un bigote poblado, un bolígrafo detrás de la oreja y un gorro de cocinero.
—¿Qué se ofrece? —saludó, con un marcado acento italiano—. ¡Hoy con una chica hermosa! —añadió, guiñando un ojo a Ray. Este se llevó la mano a la boca, para que no lo vieran reírse.
—Esta es una señorita de las de verdad, Tony —avisó—, así que será mejor que no le quemes la pizza.
—¡Quemar la pizza! —se indignó Tony Altoviti—. ¡Yo, quemar la pizza! ¡Yo jamás quemo una pizza! ¡Habráse visto semejante cosa! —y, lanzando la carta contra la mesa, se dio la vuelta y se dirigió hacia la cocina.
—¿Se ha ofendido? —preguntó Nina en voz baja.
—Ni idea —admitió Ray—. No hay manera de saberlo con este hombre.