Godorik Díaz era empleado en una oficina de patentes de la ciudad computerizada de Betonia. Había accedido a este puesto a través del Examen General Informático Oposicional, y llevaba casi diez años atendiendo la ventanilla 35 de la oficina de patentes del nivel 14; un trabajo bastante aburrido que sin embargo a Godorik no le terminaba de disgustar.
Hacía unos meses que Godorik había cumplido los treinta y dos años. Era un hombre de estatura media, pero robusto y bien formado; tenía el cabello marrón ondulado, relativamente largo, la nariz ganchuda y los ojos oscuros. Vivía en un apartamento en el nivel 16, pequeño, pero suficiente para él solo; y estaba relativamente ennoviado con una gestora del nivel 11, unos diez años mayor que él, con la que sin embargo no vivía porque ambos eran de personalidad fuerte y pasaban largas temporadas en las que no se soportaban mutuamente.
Un día, se encontraba Godorik en su ventanilla, tamborileando con los dedos sobre el teclado del generador de informes y esperando aburrido como una ostra a que llegara algún loco esgrimiendo una patente. El día había empezado como cualquier otro, por lo que, cuando se presentó el joven Keriv brincando nervioso, no se pensó que fuese a ocurrir nada extraordinario.
—Eh, jefe —llamó su atención el pelirrojo Keriv a través de la ventanilla. Godorik apartó la vista del generador de informes y saludó a Keriv con un movimiento de cabeza.
—¿Qué pasa, Keriv? —preguntó.
—Jefe… —el chaval metió la cabeza por la ventanilla y bajó la voz. Godorik no era realmente el jefe de Keriv, que era el conserje de la oficina; pero, como era bastante más mayor que él, el chico lo llamaba así—. Hay unos tipos muy raros reunidos en el patio de atrás. Los he visto desde la terraza.
—¿Unos tipos muy raros? —preguntó Godorik—. ¿Cómo que unos tipos muy raros?
—No sé, jefe —dijo Keriv—. Tienen una pinta muy extraña, y me parece que algunos van armados. Me dan muy mala espina.