—Será mejor que volvamos con los Leclair y dejemos que los jóvenes se diviertan, querido; o la señora Leclair pensará que la estamos ignorando —dijo.
El señor Mercier asintió.
—Pasadlo bien —dijo, y se alejó junto con su mujer. Tras un momento, Nina y Ray se dirigieron a una de las mesas del bufet.
—¡Oh! Ese es nuestro anfitrión —se percató Nina, señalando disimuladamente a un hombre de aspecto aburrido que conversaba con una señora de aspecto igualmente aburrido—. Deberíamos ir a saludar.
—No parece tener ochenta años —comentó Ray en voz baja.
—No es el señor Patenaude —le susurró Nina, mientras se acercaban—. Es uno de sus hijos.
Saludaron al falso señor Patenaude, que no les prestó mucha atención, y volvieron al bufet. Ray se sirvió un canapé de caviar.
—Esto sabe horrible —declaró, agriando el ceño.
—Sí, tampoco son mis favoritos —rió Nina, cogiendo para él un volován relleno—. Prueba esto.
Ray necesitó un par de intentos para darse por satisfecho con algo, y aún así solo fue a medias.
—Menudo paladar más exigente —se burló de él Nina, e hizo un gesto en dirección a los músicos—. Espero que tu gusto en música no sea igual de severo.
—No, eso está bien —concedió Ray, riéndose con la boca llena. Tragó apresuradamente, y le tendió una mano a Nina—. Señorita, ¿me concede este baile?
—Por supuesto, caballero —accedió ella.