—¡Basta! —repitió el señor Mercier—. ¡Ya es suficiente! Nina, vas a conocer a ese joven, te guste o no. Y quiero que te hagas a la idea de que ya, prácticamente, es tu prometido.
—¡Dejadme tranquila! —chilló Nina—. ¡Dejadme en paz!
—Hija, ¿pero qué te pasa? —se asombró la señora Mercier.
—Déjala —tronó el señor Mercier—. Se ve que hoy no se puede hablar con ella. Ya volveremos cuando sea más razonable.
Y con esas palabras, el señor Mercier tomó a su mujer del brazo y salió del apartamento con un portazo. Nina, temblando de rabia, no supo qué hacer por un momento; finalmente, se dejó caer sobre el sofá y se abrazó a uno de los cojines.
En ese momento, Ray se asomó desde el pasillo.
—Nina —musitó.
—¿Lo has oído? —exclamó ella, desecha en lágrimas—. ¿Los has oído?
—Sí —asintió Ray, que, pese a lo que había dicho, no se había escondido literalmente bajo la cama—. Nina, oye…
—¿Cómo pueden hacerme esto? —sollozó la chica—. ¿Es que no les importa nada lo que me pase? ¿Es que no les importa nada lo que pienso?
—Quizás es al contrario —sugirió él, con cautela, tras sentarse a su lado—. Hacen esto porque les importa qué te pase.
—Pero no lo que pienso —masculló Nina con rabia—. ¿Cómo pueden hacerme algo así?
Ray la contempló en silencio.
—Pensé que esto era lo normal en tu familia —murmuró al fin.
Ella dejó de sollozar por un momento.
—¿Por qué pensaste eso? —hipó.
—Bueno, lo que me contaste —dijo él—, sobre tu prima Alina, y tu tía Renata, y…
Nina sollozó.