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—No, muchas gracias —respondió ella—. En verdad, solamente estaba dando un paseo.

—¿Me permite entonces que la acompañe en su paseo? —preguntó él.

—Será un placer —contestó ella.

Vagaron por los alrededores, aprovechando las últimas horas de luz. Hacía frío, pero ninguno de los dos parecía notarlo.

—Llevo mucho tiempo en el circo —explicó Ray, mientras conversaban—. No todo el tiempo en este circo, claro está. Pero he estado mucho tiempo yendo de espectáculo en espectáculo. Es un poco cansado… pero tiene sus recompensas.

—Supongo que la vida ambulante será muy divertida —aventuró Nina—, y llena de emociones.

Ray se encogió de hombros.

—Llena de emociones, sí —asintió—. Divertida… es divertida un tiempo, pero uno se cansa de todo. Me refería más bien a otro tipo de recompensas —sonrió, y agregó, con tono pícaro—. Como, por ejemplo, conocer a una joven hermosa en un momento inesperado.

—Es usted peor que mi primo —rió Nina.

—¿Y qué hay de usted? —preguntó él—. ¿A qué se dedica?

—Estudio filología francesa en la universidad —dijo ella—. Mi familia dirige una serie de empresas, y en ocasiones tengo que hacer de cara pública… aunque no muy a menudo. Desde luego, no es una vida tan interesante como la suya.

—¿Una serie de empresas? —se extrañó él—. Empiezo a comprender cómo es usted tan elegante… ¡es usted una señorita de las auténticas!

—No sé qué quiere decir con eso —se ruborizó ella.

—Digámoslo así: no es usted el tipo de persona que yo esperaría encontrar en el Circo Berlinés.

Nina no contestó.

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—Lo hizo usted muy bien —afirmó Nina—. ¿Por qué le cogieron a usted?

—Uhm… —dudó Ray—. Necesitaban a alguien ágil.

—¿Ágil?

—No puedo revelarle los secretos del sorprendente Rupertini —soltó él, con una carcajada.

—Por supuesto que no —concedió ella—. Discúlpeme.

—No hay nada que disculpar. Es el deber de usted tratar de sonsacarme los secretos del oficio, y es mi deber ocultárselos a usted. —dijo Ray—. Entonces, ¿no fue una sustitución excesivamente desastrosa?

—En absoluto —dijo ella.

—Me alegro de oír eso —contestó él—. Estaba un poco nervioso. No quería… si me permite la expresión, joder el número final.

Nina sonrió.

—Bueno, todo fue bien —dijo.

—Por suerte —comentó él. Habían llegado de nuevo a la puerta del recinto; Ray soltó el alambre que se usaba para mantenerla cerrada, y abrió—. ¿Quiere pasar?

—Pensé que no se podía pasar —contestó ella.

—Si la invitan, por supuesto que puede pasar —aseguró él—. De todas maneras, solo voy a darle el jarabe a mi tío.

Nina pasó, y esperó un momento frente a la autocaravana mientras Ray abría la puerta de esta.

—¡Capuleto! —gritó al interior de la caravana—. ¡Tu jarabe! Rosa, me han dicho en la farmacia que no se lo tome más que cada seis horas.

Un momento después, Ray cerró la puerta y volvió junto a Nina.

—Bueno —dijo—. ¿Hay algún lugar al que pueda llevarla? ¿Algo que pueda hacer por usted?

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Ray se rió.

—Y ¿qué actuación le gustó más? —preguntó.

—La de usted —contestó Nina, antes de reflexionar; cuando se dio cuenta, añadió un momento después, para disimular—. También la magia fue muy entretenida.

—Me halaga —comentó él, y tras una pausa dijo—. El otro día… me llamó usted la atención. Me pareció una joven muy elegante.

—Vaya. Gracias —respondió ella, sorprendida—. ¿Por qué me sacaron de voluntaria?

—Fue al azar, supongo —él se encogió de hombros—. Aunque Amden… el mago tiene una cierta debilidad por las chicas guapas.

—¿El sorprendente Rupertini? —preguntó ella.

—El sorprendente Rupertini —asintió Ray, divertido.

—Dígame —comentó ella tras un momento, aunque no muy segura de si era buena idea sacar el tema—, no es usted el ayudante del mago usualmente, ¿verdad?

—No —negó él, y frunció el ceño—. ¿Tanto se notó?

—No, no es eso —se apresuró a decir ella—. Es que… les escuché hablar durante la pausa.

—¿Nos estuvo escuchando a hurtadillas? —se sorprendió él.

—Por supuesto que no —aseguró la joven, ofendida—. Me acerqué a la entrada a la pista, sin intenciones de ninguna clase, y escuché por casualidad un par de frases; nada más. Ni siquiera las comprendí. Solo oí que a usted algo le parecía inapropiado.

Ray suspiró.

—La ayudante del mago, Belinda, estaba algo indispuesta ese día —explicó—. Problemas de estómago, nada serio; pero hasta el último momento fue un interrogante si se encontraría bien para participar, o no. En la pausa el jefe de pista decidió que no, y que yo tendría que sustituirla. Yo protesté porque no había ensayado nunca ese número. Pero de poco me sirvió.

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—Es… una larga historia —dijo ella, ruborizándose de nuevo.

Ray pareció algo cortado.

—No quiero incomodarla —dijo—. No es asunto mío.

—No me incomoda —aseguró ella—. Yo tampoco quiero apartarlo a usted de sus asuntos.

—Oh, uhm —carraspeó él, mirando la puerta de la farmacia—. No me aparta usted de mis asuntos. Aunque… si desea acompañarme dentro unos segundos, quizás pueda conseguirle a mi… tío algo de jarabe para la tos.

—Por supuesto —accedió Nina, sin pensar. Pero acompañó a Ray dentro de la farmacia, y esperó pacientemente mientras este compraba su jarabe. Al salir, se encaminaron de nuevo al recinto de las caravanas.

—Entonces, no le gusta el circo pero le gustó nuestra función —la pinchó él, mientras se dirigían hacia allí.

—La larga historia que antes he mencionado consiste en que uno de mis primos, el favorito para más señas, apunta maneras de don Juan —explicó ella, con una risita—. Ese día necesitaba una carabina, por alguna razón que yo misma no consigo explicarme; y no puedo decirle que no a mi primo favorito, ¿verdad?

—Supongo que no —concedió él—. ¿Era su primo el joven que estaba sentado a su lado?

—Sí.

—¿El que solo tenía ojos para aquella otra muchacha?

—Sí —Nina reprimió otra risa—, ese.

—Pues me parece un tanto de mala educación —aventuró él—, por parte de su primo, el llevarla a usted a un circo que no le gusta y después ignorarla por completo.

—No juzgue usted a mi primo tan duramente —dijo ella—. Es joven y atolondrado. Aunque no le negaré que llegada la oportunidad me cobraré este favor por otro.

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Pero, a pesar de esa especie de despedida, no hizo amago de entrar en el establecimiento. Nina volvió a sentirse muy incómoda.

—Lo mismo digo —contestó, y no supo qué más añadir.

Pasó un momento sin que nadie dijera nada, y finalmente el trapecista se dio la vuelta y fue a entrar en la tienda. Nina, que se sentía un poco violenta pero que no quería parecer descortés, y que por otra parte no podía dejar de reconocer que en cierto modo no deseaba que su acompañante desapareciese dentro de la farmacia tan pronto, reaccionó.

—Eh… quería decirle que el otro día me gustó mucho su actuación, y la función en general, señor… Ray.

«Rayo» Ray se detuvo en seco, como si también él hubiese estado esperando una excusa para continuar la conversación. Se volvió de nuevo; pero, esta vez, la miró con una chispa de diversión en sus penetrantes ojos azules.

—»Ray» no es mi apellido —protestó al fin—. Es mi nombre de pila.

Nina alzó una ceja, confundida, pero terminó por dejar escapar una risa.

—Discúlpeme —dijo.

—No, no, la culpa es mía —afirmó «Rayo» Ray, tendiéndole la mano—. No me he presentado. Soy Ray Sala, trapecista del Circo Berlinés; para servirle, señorita.

—»Rayo» Ray, ¿no? —completó Nina, estrechándosela

—Por favor —se espantó él, con una carcajada—, no me llame por ese nombre tan ridículo.

—Lo lamento —dijo ella, riendo también—. Yo soy Nina, Nina Mercier.

—Encantado de conocerla, señorita Mercier —contestó él—. Entonces, ¿le gustó la función?

—Si le soy sincera —admitió ella—, el circo no es mi espectáculo favorito. Pero sí; me gustó la función.

—¿No le gusta el circo? —se extrañó él—. ¿Y qué hacía allí el otro día?

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—Por supuesto —asintió Nina, aún con las mejillas coloradas.

«Rayo» Ray cerró la puerta y bajó los escalones de la caravana. Indicó cortésmente a Nina que lo acompañara, y la condujo fuera del recinto.

—¿Quién ha dejado esta puerta abierta? —preguntó, mientras cerraba la verja—. Esto no se puede dejar así.

—Estaba así cuando llegué —aclaró Nina.

Él asintió, y comentó que debía de haber sido cosa de los chavales, que nunca cerraban. A pesar de que honestamente ella no tenía culpa en aquel asunto, Nina volvió a ruborizarse; tanto, que cualquiera que la viese habría pensado que no solo ella había abierto la verja, sino que lo había hecho por la fuerza y con las peores intenciones.

El solar donde estaba instalado el circo estaba separado del centro del barrio por un pequeño riachuelo, junto al que transcurría un paseo de adoquines. Cruzaba el arroyo un pequeño puente de piedra, muy cerca de la entrada de la carpa de circo; Nina y su acompañante lo pasaron, y se detuvieron frente a la avenida que nacía en aquel punto y se internaba en el barrio. Tras un momento de incómodo silencio, «Rayo» Ray preguntó:

—¿Es usted de los alrededores?

—No —confesó Nina—. Soy del centro.

—Es una pena… —se lamentó él—. ¿No sabrá donde puedo encontrar una farmacia?

Nina sonrió, y sin decir nada paró al siguiente transeúnte con el que se toparon. Tras pedirle indicaciones, el hombre les proporcionó amablemente las señas de una farmacia cercana.

—Gracias por la ayuda —se lo agradeció «Rayo» Ray, cuando estuvieron frente a la puerta, y agregó—. Ha sido un placer.

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—¡Eh!, oiga —gritó—. Aquí no se puede entrar.

Nina lo miró por un momento. Se mordió el labio inferior, y se preguntó por qué había venido allí. Confusa, contestó al hombre de la ventanilla.

—Estoy buscando a «Rayo» Ray —dijo.

El hombre la contempló detenidamente, con expresión de sospecha, pero acabó por señalar una caravana cercana.

—Es ahí —dijo.

Sintiéndose observada, Nina se dirigió hacia ella. No sabía muy bien por qué había preguntado por el acróbata; lo había hecho por salir del paso. Por supuesto, no podía simplemente llamar a la puerta, porque no le cabía duda de que en cuanto «Rayo» Ray abriese la tomaría por loca. Indecisa e insegura, se detuvo frente a los tres peldaños que llevaban a la entrada de la caravana, sin saber qué hacer a continuación. En ese momento, la puerta se abrió, y apareció «Rayo» Ray.

Se trataba de un hombre muy joven, como mucho un poco mayor que Nina; y, aunque no especialmente alto, era de constitución tan fuerte y atlética como correspondía a un trapecista. Tenía los ojos azules y el cabello rubio, que durante la función había llevado repeinado hasta un punto casi ridículo. Pero ahora, con ropa normal y un peinado sin gomina, estaba aún mejor de lo que Nina lo recordaba. Ambos se miraron fijamente durante unos segundos, muy sorprendidos los dos.

—… Hola —dijo él al fin.

—Hola —contestó Nina, y enrojeció como un tomate. Bajó la mirada al suelo, y cuando tras un instante volvió a levantarla dijo rápidamente—. Lo siento, no quería molestar. Ya me marcho.

—No, no —dijo «Rayo» Ray sin pensar, y un instante después rectificó—. Uhm… aquí no se puede entrar, pero en este momento iba al barrio a comprar unas cosas. Si me… ¿permite que la acompañe hasta allí?

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—No sé para qué quería que fuera —suspiró Nina, en cuanto se hubieron ido—. Si no hubiese estado habría dado lo mismo.

Subió a su casa y se preparó algo de cenar. El circo no le había dejado una impresión mucho mejor que años atrás, y tampoco se sentía molesta con su primo por haberla ignorado toda la tarde (aunque le tiraría de las orejas cuando volviera a verle), pero, por alguna razón, estaba distraída. Se metió pronto en la cama, y soñó con que espiaba a alguien detrás de una cortina.

 

Los siguientes días fueron un tanto ajetreados; ya estaban a mediados de diciembre, sus clases en la universidad estaban a punto de acabar, y tenía que buscar regalos para sus parientes y conocidos. No volvió a pensar en la función de circo hasta el viernes, cuando le mencionó a una de sus compañeras lo que había hecho durante la semana.

—Y clavaron un montón de espadas en una caja con alguien dentro… —comentó Matilda, su compañera, que era bastante asustadiza—. ¡Qué siniestro!

El sábado, Nina fue a dar un paseo. Sin saber por qué, terminó cogiendo el metro y bajándose en el barrio en el que estaba instalado el circo. Rondó un poco los alrededores, y, cuando vio los pináculos de las carpas, cambió de rumbo y se dirigió directamente hacia allí.

Aquel día no había función; todo estaba cerrado. Los artistas estarían disfrutando de su día libre, o en casa en sus caravanas, que estaban en un recinto rodeado por una verja que impedía el paso. Sin embargo, al acercarse Nina comprobó que la puerta de la verja estaba abierta de par en par, a pesar de que no había nadie cerca. La chica dudó un poco; pero, impelida por el mismo ánimo misterioso que la había llevado hasta aquel barrio y a los alrededores del circo, la traspasó.

Se adentró unos metros en la zona de las caravanas, y miró a su alrededor. No hacía un día especialmente soleado, y había llovido últimamente; el suelo estaba cubierto de barro, y todo tenía un aspecto gris y deprimente. Aunque nadie caminaba fuera de las caravanas, Nina no llevaba ni medio minuto allí cuando alguien se asomó por una ventanilla.

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La señorita Géroux se agarró al brazo de Jean. Mientras tanto, el sorprendente Rupertini abrió las puertas de la caja, y «Rayo» Ray entró dentro. Después, el mago cerró las puertas, y, sacando una serie de espadas de un cofre que habían traído los otros ayudantes, las clavó en la caja con gran teatralidad.

Aunque sabía que aquello era todo truco, Nina se inquietó un poco. Finalmente, Rupertini terminó de clavar todas las espadas y abrió de nuevo las puertas de la caja; dentro no había nadie.

—¿Cómo lo ha hecho? —musitó la señorita Géroux.

Nina tampoco sabía cómo lo había hecho, y no se sintió convencida por la explicación un tanto atropellada de su primo. El sorprendente Rupertini retiró otra vez las espadas, y volvió a abrir las puertas. «Rayo» Ray emergió de la caja, ileso y sin despeinar, aunque con expresión poco feliz; y, en cuanto tocó el suelo con los pies, giró la cabeza y miró hacia donde estaba sentada Nina.

—¡Un aplauso para nuestro talentoso ayudante! —pidió el sorprendente Rupertini—. ¡Eso es todo, querido público!

El público aplaudió sonoramente, mientras el mago hacía una reverencia y desaparecía tras la cortina, y los ayudantes se llevaban rápidamente todo el material. Inmediatamente después hubo un número musical, después un funambulista, y por último volvió a salir el perrito del tutú, haciendo monerías. Con eso se acabó la función, y todos los artistas salieron a la vez a la pista a recibir su merecida ovación. Nina intentó localizar a «Rayo» Ray, pero no lo logró.

Cuando salieron de la carpa, la señorita Géroux solo tenía palabras para el número de las espadas.

—¡Y que no se haga daño…! —repetía—. ¡Es increíble!

Nina no dijo mucho durante el trayecto de vuelta, y a los otros dos eso tampoco les molestó. La dejaron frente a su apartamento, y, tras agradecerle su presencia, Jean se marchó calle arriba con la señorita Géroux.

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—Déjeme los pañuelos… bien… —el mago introdujo ambos pañuelos en la bolsa—. Y ahora, hacemos el pase mágico; pase la mano por encima de la bolsa, así, y concéntrese.

Nina hizo lo que le decían. El sorprendente Rupertini metió la mano en la bolsa, y sacó los dos pañuelos… aún separados.

—No, no —reprendió a Nina, sacudiendo la cabeza—. Tiene que concentrarse más. Vamos, inténtelo de nuevo.

Sin protestar, Nina repitió el movimiento. Rupertini volvió a meter la mano en la bolsa, y sacó el pañuelo rojo… que estaba atado por uno de sus extremos al pañuelo blanco.

—¡Bravo! ¡Estupendo! —clamó, sonriente—. ¡Un aplauso para Nina!

El público aplaudió. Entonces, Rupertini terminó de sacar el pañuelo blanco… que estaba atado por su otro extremo a un pañuelo verde, y este a su vez a uno amarillo, y este a su vez a uno azul.

—Señoras y señores —dijo, mientras seguía sacando pañuelos y más pañuelos—, ¡otro aplauso para Nina!

El público aplaudió de nuevo, y «Rayo» Ray volvió a conducir a Nina hasta su asiento. Nina, a la que no se le había escapado la primera ojeada de este, lo miró directamente a los ojos mientras se sentaba; pero, esta vez, «Rayo» Ray la ignoró por completo, y volvió a la función sin dedicarle otro vistazo.

El sorprendente Rupertini siguió haciendo aparecer y desaparecer diversas cosas, incluidos varios ramos de flores y una jaula de pájaros. Al fin, dos ayudantes entraron en la pista, dejando en el centro una caja suspendida sobre cuatro delgadas patas.

—Y ahora, señoras y señores —anunció el mago—, ¡un número extremadamente arriesgado! Les ruego que guarden silencio y eviten las distracciones, ¡pues peligra la vida de un artista!