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A la mañana siguiente, Renoveres, Sanvinto y Marinina se pusieron en marcha hacia las Bellas Planicies, acompañados por un selecto grupo de miembros de los servicios sociales, y un equipo de rescate, por si las moscas. Salieron de Aguascristalinas muy temprano, puesto que las Bellas Planicies estaban algo lejos; y pedalearon ordenadamente en tándems (considerado el método de transporte más benigno, puesto que no solo no consumía combustible, sino que además favorecía el trabajo en equipo) por las cuidadas carreteras que llevaban al lugar designado para el encuentro de los líderes de la ofensiva. Por supuesto, todos llevaban rodilleras y casco, y por el camino respetaron todas las reglas de la circulación e hicieron paradas cada treinta minutos para evitar accidentes por distracciones. Marinina, que iba en el asiento de atrás de un tándem dirigido por un apuesto joven que pertenecía al equipo de rescate, iba mirando el paisaje a su alrededor con expresión embobada.
—¡Cuánta vegetación!, ¡cuánta hermosura! —exclamó, al fin, contemplando cómo los benignos animalitos del campo se acercaban confiados para observar la comitiva—. ¡Qué diferencia con las yermas y estériles tierras del Mal!
—El Mal no puede compararse con el Bien —contestó su joven conductor, que pedaleaba con entusiasmo—. ¿Es cierto, hermosa doncella, que nacísteis y crecísteis en Kil-Kanan?
Marinina bajó la vista, avergonzada.
—Es cierto —confesó, con un sollozo.
—Perdonadme; no he debido mencionarlo —pidió el joven—. Vuestra bondad está más allá de toda duda; solo pensaba en lo espantoso que debió de ser.
—Lo fue —asintió Marinina—. Pero ahora estoy aquí, en las tierras de la Benignidad, con los míos; y todo está bien. ¿Cuál es vuestro nombre, querido amigo?
—Soy Aragad —se presentó el joven.
—No sabéis, querido Aragad, la suerte que tenéis de haber crecido en los dominios del Bien. El reino de la Oscuridad… es espantoso. Los hombres son malvados; incluso los animales, y los pobres niños, están corruptos. Todo es siniestro y tenebroso… —explicó, y en ese momentó recordó la imagen de Ícaro Xerxes— todo… excepto…
—¿Excepto qué? —se extrañó Aragad.
—Nada —dijo rápidamente Marinina, sobreponiéndose a su repentina melancolía—. Todo es siniestro y tenebroso.
—No tenéis de qué preocuparos —contestó a eso Aragad, que, como buen servidor del Bien, no sospechaba de nada—. Ahora estáis a salvo. Yo os protegeré de cualquier cosa que pueda suceder —aseguró.
—Gracias —se sonrojó Marinina—, pero no querría que me protegiérais, si ello fuese a causaros algún mal.
Aragad sonrió, y volvió la cabeza.
—¡Mirad! —exclamó, señalando hacia el frente—. Hemos llegado a las Bellas Planicies.