El Fuerte Oscuro de Kil-Kyron · Capítulo 61

61

Al escuchar el repentino anuncio de Ícaro Xerxes, todos los generales volvieron la cabeza de inmediato. Algunas caras menudas que antes no se veían asomaron entre el barullo de piernas y brazos que se amontonaba en torno a la mesa.

—¿Qué ha dicho? —preguntó alguien.

—¡El Bien ataca! —repitió Ícaro Xerxes—. ¿Dónde está el Gran Emperador?

Sin embargo, los generales solo escucharon la primera parte de lo que dijo, y obviaron por completo la pregunta. Súbitamente se formó un gran alboroto, con todos ellos hablando a la vez y volviendo a luchar para conseguir acceso a la minúscula mesa de las estrategias.

—¿Cómo? —aullaba el general Vonagorre, saltando entre la multitud—. ¡No es posible que ataquen tan pronto!

—¡El servicio de inteligencia no nos avisó de esto! —protestó el general Sollovin, que había conseguido acercarse a la mesa, y ahora pegaba impetuosamente con el puño sobre ella—. ¡Es un ultraje!

—¿Qué vamos a hacer? —se lamentó el comandante Jileflén.

Ícaro Xerxes carraspeó, intentando hacerse oír entre el griterío, pero eso no le sirvió de mucho. Al final, tuvo que usar las manos a modo de altavoz y vociferar:

—¿DÓNDE ESTÁ EL GRAN EMPERADOR?

El murmullo cesó por un breve instante.

—Está en el baño —informó el general Bursagas—. Volverá en cinco minutos.

—¡Tenemos que avisarle de esto! —chilló el capitán Dorotil.

—¡No hay tiempo! —gritó el general Ocdirón—. ¡Tenemos que actuar ya!

Y, a esta voz, todos los generales y comandantes y capitanes dejaron la mesa y se apelotonaron en su lugar en torno a Ícaro Xerxes.

—¡Llamad a todas las tropas! —gritaban—. ¡Iniciad la marcha hacia los territorios del Bien! ¡Debemos atacar antes de que ellos ataquen!

Con esta suerte de entusiasmo, empujaron a Ícaro Xerxes fuera de la habitación y a través del pasillo como una masa de generalidad y comandancia y capitanía en la que era difícil distinguir a individuos concretos; y esta masa se dirigió, aún arrastrando a su distinguido mascarón de proa, hacia los pisos inferiores.

Unos minutos después, Orosc Vlendgeron salió del servicio, y volvió a entrar en el cuartucho de estrategia. Se encontró un panorama desolado. No quedaba ni un alma; las figuritas de plomo estaban desperdigadas por toda la habitación como si hubiesen tomado parte en una batalla campal del Imperio del Plomo contra la República Democrática del Plomo; y el suelo estaba cubierto de restos de servilletas y de las cáscaras de las pipas que habían masticado los aburridos capitanes mientras sus generales se peleaban por conseguir un sitio en la mesa de cocina reciclada.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Vlendgeron al aire, muy sorprendido.

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