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Sanvinto, viendo que proseguir su pomposo sermón le iba a resultar complicado, suspiró.
—Ya os he informado a todos sobre nuestra estrategia de ataque —contestó—. Nuestras fuerzas superan ampliamente en número a las del Mal; les rodearemos y les cortaremos la retirada por todos los frentes, y la victoria será prácticamente nuestra.
—Pero ellos lucharán en su terreno, y tendrán ventaja —intervino uno de los Sumos Sacerdotes, que era muy jovencito para ocupar semejante puesto.
—Y además ellos utilizarán toda clase de tácticas rastreras, que nosotros no nos rebajaríamos a emplear —añadió un alcalde, el de Valleamor para más señas—. No quiero insinuar nada raro, pero eso también les da ventaja.
Los asistentes empezaron a murmurar y cuchichear entre sí.
—Mi querido Mosabís —le dijo Sanvinto, haciendo acopio de paciencia—, las rastreras tácticas del Mal son, por naturaleza, inferiores, y por ello nunca podrán tener ventaja sobre nuestras benignas y honradas estrategias.
En ese momento, Marinina dejó otra vez de prestar atención. La rondaba una opresiva sensación de la que no conseguía zafarse; estaba segura de que algo malo iba a pasar. Pero nadie a su alrededor parecía darse cuenta. La pobre Maricrís ponderó si interrumpir la reunión para anunciar sus temores; pero un momento después su humildad y modestia naturales la hicieron rechazar esa idea. Al fin y al cabo, no quería molestar el trabajo de aquellas grandes y bondadosas mentes, que tanto se esforzaban por extender el Bien. Tras echar un vistazo a los grupitos que charlaban animadamente junto a los árboles, se deslizó fuera de su sofá.
—Por favor, disculpadme un momento —musitó; pero nadie la escuchó. Sanvinto, Barbacristal y Mosabís estaban ahora enzarzados en una acalorada discusión teológica sobre si las tácticas deshonestas podían o no proporcionar una ventaja a corto plazo a quien las utilizase, y el resto los miraban absortos. Así que nadie reparó en Marinina cuando salió de debajo del tejadillo y se dirigió como sonámbula hacia el resto de las comitivas.
Allí, Aragad salió a su encuentro inmediatamente.
—¡Hermosa doncella! —la saludó—. ¿Qué os ocurre? ¿Qué necesitáis?