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—¡Beredik! —exclamó Orosc, atónito.
—¡La Sin Ojos! —gritó a su vez Cirr, señalándola con el dedo, como si viera una aparición—. ¿De dónde ha salido?
Beredik, sin embargo, no miró siquiera en su dirección. Se volvió hacia la cabina del globo, e hizo una seña a alguien; y casi inmediatamente comenzaron a salir de esta en perfecta coordinación un montón de tipos trajeados, con gafas de sol que les ocultaban los ojos y corbatas de colores chillones anudadas varias veces alrededor del cuello.
—Pero qué… —se sorprendió el Gran Emperador, mientras aquellos tipos (los que habían salido del globo eran nueve o diez, y parecía que aún quedaban algunos dentro) discutían algo con Beredik. Vlendgeron tiró de nuevo de las riendas de su oso—. ¡Volvamos hacia el valle! No sé qué está pasando, pero con algo de suerte puede que acabe de llegar la caballería.
Los cuatro galoparon desbocadamente montículo abajo, hasta llegar a donde estaba Beredik la Sin Ojos con su extraña compañía. Pero ella, al verlos, les hizo un gesto para que se detuvieran.
—¡Atrás! —dijo—. ¡No avancéis más!
—Beredik, ¿qué significa esto? —exigió saber Vlendgeron.
—¡Hemos llegado justo a tiempo! —anunció ella—. ¡Un poco más tarde, y habría ocurrido una catástrofe!
—Eso ya lo sabemos —gruñó Orosc—. Pero ¿quién es esta gente? ¿Qué…?
—¡Sin Ojos! —interrumpió uno de los trajeados, que era el más alto de todos, llevaba una enorme corbata roja y tenía aires de líder—. ¡Tenemos que intervenir ya! Cada instante que esto continúa estamos todos en peligro.
—¡Pues hacedlo! —tronó la Sin Ojos—. Adelante, ¡detenedlos!
El líder dio una voz, y todos los trajeados se llevaron al unísono la mano a la solapa de sus chaquetas, y extrajeron de ellas cada uno un enorme rifle terminado en punta, que en opinión de Cirr de ninguna manera podía haber cabido bajo la ajustada americana de aquellos hombres. Después de eso, se pusieron en marcha y avanzaron en tropel hacia el lugar donde se encontraban los líderes malignos y benignos, atravesando a empujones la retaguardia de los ejércitos del Mal y arrollando con todo a su paso.
—¡Beredik! —repitió una vez más Orosc, que, aunque empezaba a sospechar que la profetisa había previsto este aciago futuro y tomado medidas para contrarrestarlo cuando llegara, seguía sin entender gran cosa, y quería una explicación—. ¿Qué es esto? ¿Quiénes son esos?
Beredik contempló por un instante las espaldas de la unidad de trajeados, y luego se recogió los faldones y fue a acercarse a la compañía del Gran Emperador.
—Ellos… ¡pertenecen a un pueblo muy lejano, uno del que no se ha sabido nada en muchísimo tiempo! —bramó entonces, con su habitual grandilocuencia—. ¡Un pueblo, una raza perdida en los albores de nuestra historia!
—¿Son malignos o benignos? —preguntó Cori, que se temía que hubiesen venido a auxiliar a sus enemigos.
—¡No son malignos ni benignos! —contestó la adivina, con un chillido.
Orosc Vlendgeron se sobresaltó.
—¿Qué? —se asombró Cirr—. ¿Cómo es eso posible?
—¡No son malignos ni benignos! —repitió Beredik, con una mueca triunfal—. ¡Son aquellos que se resisten a la influencia del Bien y del Mal! ¡Son los Neutrales!