—¿Estás seguro? —gruñó Godorik, mirando al conserje a través de los párpados entrecerrados.
—Eh, eh —se sintió atacado Keriv—. No te confundas. Una cosa es que yo tenga por aquí algunos… asuntos no muy legales, y otra es que sepa de qué van todos los chanchullos de esta ciudad. ¡Claro que no sé a qué habían venido! Ni siquiera sé quiénes eran.
—Terroristas, sospecho… pero eso ya te lo dicho. ¿No sabes, entonces, si registraron alguna patente?
—No tengo ni idea. Cuando los vi, ya estaban en el patio.
—Tendré que consultar la lista de informes —murmuró Godorik para sí.
—¿Crees que registraron algo, jefe?
—Si no, ¿qué iban a hacer aquí?
—Eso es verdad —concedió Keriv, llevándose la mano al mentón.
—Así que voy a consultar los informes. ¿No habrán apagado el ordenador general, por casualidad?
—No, no creo. Nunca lo hacen… el jefe de planta es un vago, ya sabes.
Godorik asintió. El jefe de planta, que era el encargado general del lugar, era una de las personas más lánguidas e irresponsables que había visto nunca en un puesto público. Era tan vago que, por tal de no dejar saber a la Computadora lo poco que trabajaba, dejaba el ordenador general (que informaba a esta de cuándo se apagaba) encendido día y noche, para que no pudiera vigilar sus horarios de esta manera. A Godorik solía molestarle mucho esto, porque lo consideraba un gasto inútil de electricidad; pero ahora le venía bien.
—Está bien —suspiró—. Voy a ver.
—¡Te acompaño! —tosió Keriv, que aunque no quería que se le notase mucho estaba ansioso por volver a recuperar, después de la escena que acababa de ocurrir, la estima de Godorik—. Ya sabes, lo de encontrar patentes es mi especialidad. Soy el conserje, al fin y al cabo.