Isebio Garvelto se retorció las manos nerviosamente. Volvió a echar un vistazo a las puertas junto a la suya, y después volvió la cabeza para mirar al interior. A Godorik empezó a darle algo de lástima; se veía que estaba muy alterado.
—No voy a dejarles entrar en mi casa, me da igual el pretexto que tengan —farfulló, aunque abrió un poco más la rendija y sacó el resto de la cara—. ¿Cómo dicen que ahora están seguros de que fue un asesinato?
Mariana entrecerró los párpados y dirigió al señor Garvelto una mirada valorativa.
—Varios asesinatos —carraspeó, al cabo de un momento—. Hay un testigo ocular.
—¿Qué? —se sobresaltó el anciano, y se echó hacia atrás. Por un momento pareció que iba a perder los papeles, aunque luego se controló; pero esa reacción hizo que Godorik, de repente, diese mucho más crédito a la afirmación de Mariana de que aquel hombre tenía más que ocultar que ellos mismos—. ¿Qué dice? ¿Qué testigo?
—Como le digo, hay un testigo que afirma haber visto cómo se cometían tres asesinatos delante de su local, mientras la persiana estaba abierta —resumió Mariana. Isebio Garvelto empezó a gesticular, pero no consiguió abrir la boca antes de que otro hombre apareciera desde el interior de la vivienda, y lo apartara a un lado para encararse con los extraños.
—¿Un testigo ocular? —repitió, con el ceño fruncido. Era un hombre joven, afeitado a la penúltima moda y de mirada muy penetrante.
Mariana se sobresaltó; no había esperado que alguien más surgiese de la nada así, de repente. Dio un paso atrás, preguntándose si tendría que defenderse, lo que le parecía mucho más probable de su nuevo interlocutor que del pobre Garvelto.
—Así es —gruñó, no obstante—. ¿Quién es usted?
—No, ¿quién es usted? —respondió el otro—. O, mejor dicho, ¿quiénes son ustedes, y qué tienen que ver con ese caso?