—Godorik —se presentó Godorik, y se la estrechó—. Yo soy el testigo del que estábamos hablando.
—¡Anda! —exclamó alguien entre los sectarios.
—¿Qué dice? —preguntó otro.
Noscario Ciforentes abrió unos ojos como platos.
—¿Es eso cierto? —inquirió, pero no esperó a que le respondieran—. ¿Puede usted decirnos que es lo que pasó con nuestros compañeros?
—¿Esa gente eran compañeros de ustedes? —farfulló Godorik.
—Sí; eran miembros de esta organización —explicó Ciforentes, dejándose caer en un sillón y ofreciendo asiento a Godorik y a Mariana—. Creemos que fueron atacados por mercenarios de una organización que… pero no sabemos nada seguro, aunque, desde luego, esperamos lo peor.
—Hacen bien —gruñó Godorik, sentándose—. No sé qué pasó allí aquella noche, pero llegué a ver tres cadáveres; y no puedo hacer otra cosa que suponer que los tiraron al Hoyo.
—¡Al Hoyo! —se lamentó Ciforentes—. ¡Ese desgraciado de Gidolet!
Godorik pegó un bote en su asiento.
—¿Cómo? —exclamó.
Pero Noscario Ciforentes había vuelto su atención al resto de los allí reunidos, que también parecían tremendamente indignados.
—Es increíble —decía Garvelto—. Esa gente son monstruos… no tienen ningún respeto por la vida, ni por la dignidad humana, ni por…
—¡Mi pobre Ansermio! —sollozaba una mujer en uno de los sofás, mientras varias personas trataban de consolarla—. ¡Tan joven! ¡En el Hoyo!
—¡Tenemos que detener esta locura! —mascullaba Ciforentes—. Si no hacemos nada, destruirán esta ciudad y todo lo que…
—¡EH! —Mariana hizo chasquear los dedos y alzó la voz—. ¡Escúchenme! ¿De qué va esto?