Y con estas agradables palabras se despidieron. Godorik y Mariana salieron a la calle, y se abrigaron rápidamente de miradas indiscretas en una calleja cercana. Ya era de día.
—¡Cuánta tontería! —barbotó Mariana.
—¿Es que no crees nada de lo que han dicho? —quiso saber Godorik—. ¿Tampoco me crees a mí?
—No, no. A ti sí te creo, y supongo que algo de verdad habrá en lo que nos han contado esos payasos. Pero esa historia de que toda la policía está en manos de un conspiracionista…
—Creas lo que creas, no se te ocurra ir a contarle esto a la policía.
—Tranquilo; después de tu experiencia, pienso mantener la boca cerrada. Ni siquiera voy a ir a chivarme del asunto de los cadáveres, lo cual, pensándolo bien, debería hacer.
—No lo hagas.
—Acabo de asegurarte que no lo haré. Y tú, ¿de verdad piensas ir a donde te han dicho a meterte en más problemas?
—Quizás —gruñó Godorik—. Pero antes, se me ocurre algo mejor.