—Intrusos que hemos encontrado en el almacén, espiando. Seguro que iban a robar o a… Se los llevamos al jefe.
—¿Espías? Estamos listos —respondió a eso Mitno, con cara de sarcasmo. Pero se apartó para dejarles pasar, y Map pasó junto a él con la nariz bien alta.
—Vamos —exhortó a sus prisioneros.
Entraron en el edificio. Tras la puerta se extendía un corto pasillo, que llevaba a unas oxidadas escaleras; y estas bajaban un par de metros, entrando en un semisótano oscuro lleno de cajas y falsos tabiques.
—Alguien debería limpiar esas ventanas —se quejó Edri, señalando los ventanucos cubiertos de polvo que constituían la única fuente de luz del lugar.
Coque gruñó.
—¿Dónde está el jefe? —preguntó a Mitno, que los seguía también.
—Uh, estaba discutiendo con Coroles —contestó Mitno.
Pasaron un par de los tabiques, y se encontraron con otra escalera, una que subía de nuevo y que los sacó del sótano y los dejó en una habitación a ras de suelo, más grande y mejor iluminada.
A un lado de esta, unas quince personas contemplaban la acalorada discusión entre dos hombres cubiertos de aparejos metálicos. Uno de ellos, que tenía un ojo artificial, piernas metálicas y lo que parecía un brazo telescópico extensible, gritaba «¡inútil!» al otro, de cráneo y brazos mecanizados.
—¡Pues hazlo tú, desgraciado! —chillaba este otro, lejos de dejarse intimidar.
—Uh, ¿jefe? —interrumpió tímidamente Map.
El del ojo artificial se volvió bruscamente.
—¿Qué pasa?
—Hemos encontrado a estos tipos dentro del almacén —dijo Map, señalando a Godorik y compañía—. Iban a robar, o a espiarnos, o algo.
—¡Ah! —exclamó el jefe, aún con una expresión de mil demonios—. ¿Qué son, de otra banda?